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Crónicas de Aodren: Mentes de juventud inquieta

En su ambición por la comprensión y el conocimiento de la psique humana, desmenuzó incontables personalidades a lo largo del tiempo en las casi infinitas piezas de la supuesta maquinaria que la hace manifestarse, sin poder evitar que a pesar de navegar en el descubrimiento de la labor de muchas de ellas durante el proceso, muchos engranajes permanecerían ocultos al discernimiento, piezas de un puzzle sin completar cuyo cuadro debería dar forma a lo que se entiende que hace al ser humano ser lo que es. ¿O es que acaso hay algo más?


Desde la habitación escuchó la preciosa melodía que nacía desde la planta baja, notando como su mente entraba en un trance de calma. Elisa, su madre, se encontraba tocando el piano dándole algunas lecciones a la joven Lizbeth. Acompañando a las notas musicales, el amor y la armonía que se respiraban en aquella estancia no tardarían en ascender por las escaleras y traspasar la puerta. Decidió levantarse y bajar durante unos instantes, dejando a un lado las pesadas cavilaciones que anidaban en su ser, traídas por aquellos viejos libros que cerró y alejó de sus manos por primera vez en largas horas, libros que narraban tanto las vidas y hazañas de antiguos héroes como las obras más oscuras y retorcidas de los más horribles criminales.

Al abrir la puerta sus pulmones respiraron aliviados, dándose cuenta en ese momento de lo viciado que se encontraba el espacio entre aquellas cuatro paredes y de lo mucho que había permanecido entre ellas. Procuró no hacer demasiado ruido para no interrumpirlas hasta llegar a los últimos escalones, desde donde observaría apoyado en la barandilla.

Su hermana, como buena conocedora de los hábitos del muchacho, le captó al poco de aparecer. Girando su rostro hacia él y recibiéndole con una sonrisa seguida a los pocos instantes de un simpático guiño, Lizbeth hizo que el espíritu de Aodren volviera a una enorme paz interior. A pesar de poseer un mayor registro, como buena madre, en cuanto a las costumbres familiares de quienes había dado a luz, Elisa no pudo evitar dar un sobresalto deteniendo abruptamente la actuación con una estridente e involuntaria nota fuera de tono.

—Siempre tan silencioso, ¡pareces un fantasma! —le reprochó tras un sonoro suspiro—. Cualquier día de estos me llevas a la tumba de un susto.

Lizbeth rió mientras su hermano sonreía mostrando una expresión propia de alguien que se encuentra con una situación por la que ya ha pasado infinidad de veces, sin que exista remedio alguno.

—Intentando siempre pasar desapercibido, no cambias —comentó ella—. Vamos, únete a nosotras.
—No os preocupéis —respondió él en un tono de disculpa—, continuad, solo pretendo despejarme un poco la cabeza. Saldré un rato al jardín.

Ambas continuaron por donde lo habían dejado mientras él se acercaba a la puerta que daba al exterior, no demasiado lejos, abandonándose por completo a la calidez de los rayos del sol mientras sentía como si estos recargaran su energía. Unos pasos más le permitieron adentrarse en un pequeño camino de tierra bordeado por filas de rocas cuidadosamente colocadas, rodeándose de flores de agradables olores, plantas de un verde vivo y resplandeciente junto a una brisa de suave aroma a mar.

En calma y sin dejar de casi sentirse flotar sobre la hermosa melodía que acariciaba el ambiente desde sus espaldas, se detuvo observando cómo las hojas de los árboles no muy grandes que allí crecían se mecían con suavidad por el aire refrescante. Perdió la noción del tiempo por unos momentos, y no tardó en tener compañía.


—Vivimos en un lugar enormemente privilegiado, ¿verdad? —habló Lizbeth mientras se acercaba a él hasta quedarse a su lado. Su mano derecha comenzó a acariciar unas flores cercanas.
—Así es —respondió sin apartar la mirada de aquel sencillo y pequeño espectáculo de la naturaleza—, el ambiente se mantiene en una balanza muy equilibrada independientemente de la estación en la que nos encontremos. Y tanto el mar como sus diversas costas y playas están a nuestro cercano alcance al igual que las montañas con sus riscos y valles, todo de increíble e inefable belleza. Una tierra sin duda muy singular.

Las notas musicales que aún seguían sonando a lo lejos trajeron entre ellas un pequeño silencio que sobrevolaría sus cabezas, ese mágico silencio que se suele experimentar cuando dos personas se encuentran en agradable compañía.

—¿Estás bien? —dijo ella rompiendo el instante de contemplación.
—Sí, ¿por qué lo dices?
—Porque sé que no es así.

Aodren continuó con su mirada perdida entre las ramas y las hojas que bailaban siguiendo un ritmo inaudible. Reflejaban infinitas tonalidades de verde sobre la estampa del comienzo del atardecer, tonalidades que no hace mucho solo estaban basadas en el marrón, yaciendo bajo ramas desnudas y aparentemente carentes de vida.

—Cualquiera diría que soy la única persona capaz de sacarte de tu pecera de cristal —continuó ella acercándose más hasta abrazar el brazo derecho de él y apoyar suavemente la cabeza en su hombro, el cual superaba por muy poco en altura al suyo—. Me preocupa que llegue un día en el que ni siquiera yo pueda sacarte de ahí.
—Vamos, no seas tan exagerada —sonrió él mirándola tiernamente antes de besar su frente con delicadeza.
—Bueno —habló la joven sin cambiar su rostro de preocupación—, ¿me vas a contar qué te tiene tan perdido últimamente?

La música dejó de sonar sin que se dieran cuenta de ello, y el jardín paulatinamente comenzó a pasarles a un segundo plano. Fue él quien rompió el silencio esta vez.

—El otro día, en clases sobre magia de ilusionismo, el maestro trataba de explicar cómo afectan dichas artes a la percepción de los sentidos de la víctima, de cómo la lucidez y el nivel mental de una persona pueden hacerla más vulnerable o bien resistir conjuraciones de complejidad variable...
—He leído algo al respecto, lástima que sean clases obligatorias, tendré que pasar por ellas dentro de poco.
—El caso —continuó ignorando la pequeña interrupción— es que le pregunté si esa lucidez mental tiene que ver con el cerebro como órgano en sí mismo, o si se refería a algo más allá de él.
—¿Más allá?, ¿qué quieres decir concretamente con más allá?
—¿Somos solo un complejo conjunto de engranajes moldeados por la alquimia y el destino?, ¿o hay algo más que mora detrás de ello?
—Ya veo por dónde vas. Sabes mi visión al respecto —comentó ella dirigiendo su mirada al cielo. Cúmulos de pequeñas nubes blancas pasaban formando siluetas aleatorias, el viento había comenzado a soplar con más fuerza—. Me guío por mi fe, sé que hay más tras el velo de la existencia material que tenemos aquí aunque no sepa exactamente el qué, pero tengo muy claro que la consciencia sobrevive al cuerpo.
—Sabes que para mí no es suficiente con creer —respondió Aodren observando la tierra frente a sus pies, siguiendo las raíces, el movimiento de pequeños insectos ajenos a las cuestiones trascendentales que martillean el intelecto con preguntas de respuestas imposibles de alcanzar—. Quiero buscar la verdad a través de mí mismo, de toda ciencia y todo conocimiento al que sea posible acceder por un medio u otro. Al igual que tú, siempre he tenido el pálpito de que hay mucho más allá de lo que nuestros sentidos permiten captar.
—¿Y en qué parte del camino se encuentran tus pensamientos?

Aodren se tomó unos instantes antes de responder mientras echaba una rápida mirada hacia el origen de la música que les había acompañado instantes antes, para luego volver a observar a las diminutas criaturas en plena expedición a través de las grietas de una de las piedras cercanas.

—Pienso que el cerebro es como un instrumento, uno de inconcebible complejidad, que cobra vida en el momento en el que alguien comienza a tocar notas musicales con él. En ese momento se manifiesta una clase de alma que dependerá del tipo de sintonía, habilidad y naturaleza del músico. El piano o el violín podrán estropearse, degradarse o quedar carcomidos por el tiempo, pero quien lo toca se llevará esas canciones consigo.
—¿Es el músico, entonces, un simil a nuestra consciencia?
—Algo así. Y la interacción entre músico e instrumento crearía la ilusión de la mente, junto a la máscara del ego.
—¿Y esas partituras están escritas por el propio instrumentalista?, ¿o le van siendo dadas, como partituras ya creadas con antelación?
—Bueno, ahí no sabría decirte, aunque tiendo a pensar más hacia lo segundo.
—Ello implicaría que, según tú, vivimos bajo la ilusión de que tomamos nuestras propias decisiones. ¿Crees que esta realidad es una especie de prisión, de cárcel?
—Es una visión un tanto pesimista y negativa, pero no la descarto, me inclino más a pensar que este plano material es como una especie de academia de aprendizaje, una forja de almas. Quizá un poco de todo, dependiendo del caso.
—Entiendo. Curiosamente llegamos a unas conclusiones muy similares a través de caminos algo diferentes, pero no por ello incompatibles. No dejo a un lado nuestro conocimiento ganado por diversas artes y ciencias a lo largo del tiempo y de la historia, de hecho llevo también la curiosidad y la pasión del saber a través de mis venas, pero no es algo que necesite. Mi fe late con más fuerza desde siempre, inquebrantable, y como ya conoces, independiente a todo dogma y religión. A ti parece ocurrirte lo contrario, en el sentido de que tu parte racional fue la que ganó más fuerza, y las cuestiones de las cuales dicha razón no puede proveerte de respuestas te están carcomiendo por dentro.

Los ojos de él, observadores de la tierra, se giraron para encontrarse con los que justo dejaban de otear el cielo, con los de ella.

—¿Acaso tu fe puede dar esas respuestas? Dime entonces, hermana, si estas teorías se acercaran solo un poco a la verdad, ¿qué sentido tiene la vida desde una perspectiva trascendental, si es que tiene alguno?, ¿si nuestras existencias están compuestas y sostenidas por hilos invisibles, quién o qué los maneja, quién o qué los diseñó?, ¿qué evita que nuestros corazones se desencajen en mil pedazos al contemplar el sufrimiento y la injusticia repartidas por el mundo como flechas envenenadas?
—Quizá el único sentido sea el mero hecho de existir —dijo ella sin demora, como si tuviera la respuesta ya desde antes en su mente—. Buscar con ello nuestro propósito, seguir nuestros sueños, aquello que alimente nuestra pasión, tratar de ser una mejor versión de nosotros mismos cada día. Pero efectivamente no tengo todas las respuestas, cada uno de nosotros tenemos una evolución por delante que trasciende a la verdad que podamos encontrar aquí.
—¿Y si se percibe a ese destino tan esquivo como imposible de encontrar, alcanzar o comprender? Quizá ni siquiera exista todo esto de lo que estamos hablando, y no sean más que elucubraciones de mentes calenturientas.
—Aodren —le habló Lizbeth sujetando con mayor firmeza su brazo en un tono mucho más serio, pretendía que lo que estaba a punto de decirle no lo olvidara jamás—, si no sigues tus sueños, acabarás formando parte de los sueños de otros.
—Sabes que me sigue sin resultar suficiente, necesito seguir buscando respuestas, quizá sea ese mi destino.

En ese momento fue él quien dirigió su mirada hacia el cielo. Tonalidades rojas y naranjas empezaban a cubrir las nubes como heraldos de la noche que anuncian la muerte de la luz del día, y pareció como si la bóveda celeste se sumergiera en las vivas llamas de una visión apocalíptica. Comenzaba a hacer frío, y la oscuridad también asomaba entre retazos del firmamento, haciéndole sentir como si retorcidos brazos de negrura palpitante se fueran arrastrando y alargando entre las pocas estrellas que ya se asomaban, para atrapar su alma, y llevarla a un pozo de perdición sin fondo sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Pero no sería ese momento, no mientras su hermana estuviera a su lado.

—Oye, pero... —habló ella en un arrebato de curiosidad— ¿al final qué te respondió el profesor?
—Que dejara de hacer preguntas y que me ciñera al temario planificado.

Ambos rieron, y sus risas lograron despejar sus mentes y sus corazones gracias a otro evento que tenía lugar, a las notas musicales de piano que volvían a sonar.

Volvieron a sentirse niños, volvieron a sentirse inmortales.

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