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El hombre de la gabardina

Atardecer en un lugar cualquiera, en un banco cualquiera, de un parque cualquiera. Podría ser un buen día. Cielo casi despejado, nubes traviesas pululando por ahí, una suave brisa acariciándolo todo a su paso... Pero no, hoy sabe todo amargo, hoy es un día de perros.

Una silueta, sentada en ese banco, con un sombrero negro y una oscura gabardina de época, parece observar el transcurrir del día a su alrededor. Pero su mirada parece perdida, como si no consiguiera ver más allá de unos pocos metros. O más bien, mirando hacia su propio interior.

Hay ocasiones en las que se pierden las fuerzas. Ocasiones en  las que desaparecen las ganas de levantarse cada mañana. Como si la propia brújula interior dejara de funcionar y se volviera loca por unos instantes, mientras una pregunta aparece sin aviso ni invitación, "¿por qué?".

Desorientado, confuso, perdido. Envuelto en un interminable y espeso mar de niebla que ahoga cualquier rayo de luz que intente abrirse paso o nacer en sus grises entrañas. 

Y se nubla la vista, se nubla la mente. Pensamientos sin orden alguno que pasan aceleradamente, entremezclados entre bellos recuerdos del pasado que nunca volverán y gotas de amargo dolor y dulce melancolía que caen de un invisible lugar más allá de la sombra. Cae la noche, se va el sol, y con él la esperanza.

Quiere morir, quiere morir para nacer de nuevo y dejar atrás tantas cosas. Pero sabe que eso no ocurrirá. Cada cicatriz interior le moldea y da forma a lo que es hoy día. Le hace más fuerte, le hace evolucionar, pero a costa de llevar una carga mayor. ¿O quizá no?, quizá solo es un mal día de entre tantos.

Pero sabe que su luz interior parpadea, muestra los destellos propios de una bombilla que está a punto de fundirse.

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