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Crónicas de Aodren: El lado oscuro de la santidad

¿Qué podrían tener en común un brujo en constante búsqueda de sí mismo, una sacerdotisa con una carga emocional oculta debido a un potencial intuído pero inexplorado en las artes mediúmnicas, un guerrero que ha perdido la fe en sus congéneres, una pícara educada únicamente por su instinto de supervivencia, y una paladina renegada de su propia orden? Cada uno de ellos había andado no en una búsqueda de poder o ambición, sino empujados por un sentimiento de trascendencia alimentado por una perspectiva de la realidad que se les mostraba ilusoria. A diferentes niveles de consciencia, notaban que más allá del velo de sus sentidos se encontraban puertas tras las que hallar respuestas a sus diversas inquietudes, las cuales iban mucho más allá de lo común.


Lo que hubo comenzado como amistad compartida largo tiempo atrás, acabó forjando una unión compacta que fue puesta a prueba en la terrible batalla de ese apartado poblado llamado Sallitnup. Allí se darían cuenta de que compartían un destino en el que sus aptitudes les preparaban para hacer frente a una amenaza que sobrepasaba cualquier alucinación que una mente enferma pudiera elucubrar. O quizá, como también pensaban, de tratarse de otra etapa más en su camino de evolución, puesto que no se consideraban especiales en sentido alguno. 

Los ánimos entre los lugareños se fueron ensombreciendo de forma extraña con el paso de los días, pues sin embargo sí los consideraban singulares, aunque a su manera, pues los hacían responsables de haber traído con su presencia aquella masacre ante sus puertas, y si no se marchaban pronto ninguno podría asegurar que la sangre no volviera a correr, dando los primeros síntomas de llegar a convertirse peligrosamente en una turba violenta.

Unas pequeñas muestras de habilidad diplomática por parte de Aodren, apoyado por algunos que no compartían la visión de la mayoría, dieron al grupo algo de tiempo para preparar la marcha. Ni siquiera la milagrosa y enigmática ola de curación que sacudió el día anterior cada uno de los cuerpos aún con vida, ocurrida justo tras la recuperación de Lizbeth, logró calmar los ánimos.

Unas reflexiones compartidas por el hechicero y la sacerdotisa sobre el espectro de la niña que habían visionado en anteriores contadas ocasiones, les llevaron a pensar que probablemente era el espíritu de una talentosa curandera que hizo llegar esa ayuda durante y después de la batalla, usándolos como meros canales de transmisión, pues ni uno era capaz de desplegar semejantes habilidades, ni el otro se encontraba con las fuerzas suficientes para conjurar protecciones tan fuertes. En ese caso sería entonces una Hija del Cristal, como ellos, una niña de sensibilidad especial hacia aptitudes mágicas cuya incompresión por parte de quienes la rodearon en vida hicieron que tuviera una existencia corta y quizá atormentada, lo que encajaría con las visiones que recordó haber tenido Lizbeth en su bola de cristal antes de que Aodren partiera hacia la Torre del Silencio en aquel lejano entonces. Atrapada aún en este plano, pudo sentirse atraída con curiosidad hacia quienes sintió como sus semejantes, y liberarse para continuar su camino prestando aquel pequeño servicio que pudo aportar desde ese otro plano de existencia tan distante como cercano a la vez, tantas veces percibido por unos pocos y tan desconocido y negado por muchos, esos velos en los que viaja lo que algunos eruditos llaman la Esencia, aquello que pervive cuando el cuerpo muere.

Los pueblerinos no se sentían haber sido salvados, sino más bien maldecidos, y asustados. El pensamiento y el comportamiento irracional de las masas puede llegar a ser una entidad tan aterradora como cualquier manifestación de la oscuridad. A pesar de todo ninguno de los cinco recriminó la actitud de aquellas pobres gentes después de ver durante las pasadas noches, a través de las grietas en la madera de los portones del templo en el que se refugiaban, causadas por los hachazos de los ya derrotados enemigos, cómo retiraban de la calle los cuerpos sin vida de sus seres queridos. Los más afortunados habían muerto durante el combate, pero otros sucumbieron a un doble destino fatal al convertirse en víctimas de intentos de prácticas nigrománticas. Sus vidas tuvieron que ser segadas una segunda vez como único remedio para otorgarles la paz de un descanso, que de no ser escogido, solo quedaba un largo tormento imposible de ser descrito.

Mientras el grupo de héroes por fin partía tomando el mismo camino que hasta allí los había llevado, arropados por un despejado amanecer que les parecía extender un manto de luz de irrealidad, fueron siendo conscientes de que quizá llevarían para siempre sobre sus hombros la maldición de ser temidos y repudiados por aquellos a quienes intentaran proteger. Portaban tanto cansancio que apenas hubo intercambio de conversación alguna, solo deseaban volver cuanto antes a lo que cada uno consideraba su hogar, y a pesar de haber viajado en otras épocas mucho más allá de aquellas fronteras, jamás se habían sentido tan lejos de él al contemplar los cascos de los caballos pisar sobre tanta sangre, vísceras, barro, y heces. Lo único que queda como testimonio de un encuentro bélico. Los llantos de quienes lloraban a sus fallecidos no dejaron de ser oídos incluso tras un considerable tiempo de travesía, pues dichos sonidos después de ser transportados por el viento acabaron instalándose en sus mentes. Apenas habían comenzado a asimilar lo vivido.

La ruta consensuada tomaba un atajo que les llevó tras casi la totalidad del día a otro poblado conocido, de menor tamaño que el anterior, en el que tenían previsto abastecerse de unos pequeños suministros antes de continuar. La sensación tan extraña de sentirse más a salvo entre los árboles, las rocas, las montañas y las laderas, no hizo más que incrementarse mientras atravesaban los desvencijados portones abiertos que formaban parte de una muralla de madera, cuyo estado general cuestionaba su propósito de protección a la vista de cualquiera. Unos hábitos con capucha les permitían pasar desapercibidos y escondían en ellas la expresión de sus rostros, la propia de quien no reconoce un lugar del que se guardaban recuerdos muy diferentes.

Un joven extremadamente delgado, apoyado sobre una carcomida y oxidada lanza, salió de su espeso letargo cuando los tuvo apenas a un palmo, dando la impresión de estar a punto de perder el equilibrio. Se hizo evidente que no los había visto llegar.

—Por fin llegáis, por fin llegáis, pero apresuraos, avivad vuestro paso, la paciencia no les perdurará ante la presencia del hereje —farfulló el muchacho con tanto nerviosismo y rapidez que las palabras se atropellaron unas con otras, fallando estrepitosamente en su intento de transmitir seguridad en sí mismo.

Continuaron el paso sin dejar caer respuesta alguna. Caía ya la noche sobre las miradas llenas de incógnitas que se dirigieron unos a otros ya encontrándose calles adentro, las cuales les parecían todas igual de descuidadas. Esperando solventar el misterio que cargaba el ambiente y las palabras de aquel muchacho, se adentraron en el reino del más absoluto silencio. No había ni un alma a la vista.

—¿A quiénes esperan para habernos identificado con ellos?, un soplo de viento tomaría cuenta sin esfuerzo de aquel mequetrefe, sería más eficaz como guardia el clavar un poste en mitad del camino —habló Ceneo.
—A mi me ha recordado a cierta persona cuando lleva unas bebidas de más —mencionó Gwenn.

Todos rieron a excepción del guerrero, que entonó un sonoro refunfuño. Durante unos instantes relajaron su instinto de tensión y alerta. Unos instantes que fueron demasiado cortos.

—Mirad esos destellos, allí —dijo Lizbeth señalando hacia el final de una de las calles que se internaban hacia su izquierda—, ¿son antorchas?
—Diría que sí —respondió Aodren—, vamos, echemos un vistazo.
—¿Qué ha ocurrido en este lugar?, ¿acaso ha llegado también aquí la misma plaga de oscuridad a la que hicimos frente? Estoy realmente cansada, voto por largarnos de aquí —expresó con rudeza Erathia, un sentimiento compartido a pesar de que la curiosidad les había comenzado a tentar como si de una fruta prohibida se tratase.
—No te preocupes, a la mínima fea señal damos media vuelta —intentó en vano calmarla el brujo—, después de todo necesitamos provisiones y un techo bajo el que intentar dormir un poco.

Avanzaron con cautela hacia los rojizos resplandores hasta que éstos fueron cobrando forma, iban acompañados de una algarabía que en el aire transportaba retales de odio. La calle terminaba en una plaza anormalmente grande para un pueblo tan pequeño. En ella, una desdibujada muchedumbre rugía arremolinándose alrededor del centro, manteniendo cierta distancia de este. Muchos de ellos agitaban antorchas ardientes, mientras otros realizaban los mismos gestos con horcas y bardichas. En medio de aquel dantesco espectáculo se iluminaba a ráfagas una pira de madera de la que emergía un enorme poste, y en él una mujer atada, semidesnuda y visiblemente maltratada que emitía gritos de auxilio. Sus ondas sonoras, sin embargo, eran anuladas por las del resto de ininteligibles voceríos, formando una escena perturbadora en la que entre las sombras su boca emitía gestos de angustia sin que pareciera salir sonido alguno. Como si sus facciones estuvieran retorciéndose de terror ante una presencia invisible justo delante de ella.

Desde sus monturas quedaron tan confundidos ante lo que estaban contemplando que ninguno de los cinco se percató de que una de aquellas figuras había percibido su presencia y se dirigía ya hacia ellos.

—¡Ya están aquí, ya han llegado! —gritó aquel hombre alertando a todos los demás presentes.

Los jinetes procuraron ocultar aún más sus rostros bajando más las capuchas y subiendo sus bragas de cuello hasta la altura de los ojos.

—Dejadme hablar a mi —susurró Aodren a sus compañeros mientras se adelantaba sin desmontar.

El personaje que ya estaba a su encuentro, con otros más a su espalda, se detuvo e intentó sin éxito acercar su antorcha para descubrir el rostro encapuchado.

—¡Bueno, bueno, bueno, al fin hacéis acto de presencia, como gobernador os doy la bienvenida!, ¿traéis el oro? —gritó ansioso el tipo como si temiera no ser escuchado.
—¿Oro?
—Sí, ¿qué ocurre? —dijo girando la cabeza para dirigir una rápida mirada a la mujer del poste, que parecía haber perdido la consciencia—. ¡La hemos mantenido con vida y su cuerpo no está en tan mal estado!, nos hemos divertido un poco, pero como comprenderéis, habéis tardado más de lo acordado.
—¿Qué ha hecho para que sea tratada de esa forma?
—¿Acaso os resulta poco motivo el de haber sido descubierta con posesiones de brujería?, he de añadir que asesinó a su excelentísimo, el anterior gobernador —una desagradable sonrisa que Aodren identificó como la de un conspirador satisfecho se dibujó en su rostro—. De todas formas, ¿a qué viene tanto interés en esos detalles teniendo en cuenta la naturaleza de vuestra visita?
—Dadme un momento —declaró cortante el hechicero.

Volvió para hablar con los suyos. El hombre desgarbado se quedó esperando, extrañado, poniendo el lóbulo de su oreja a modo de embudo con su mano libre con la intención de captar algo de lo que murmuraban, un gesto tan torpe como inútil.

Trans unos instantes el brujo se adelantó de nuevo, esta vez acompañado por el resto, y ya desmontados de sus caballos. No les pasó desapercibido que por la calle por la que habían venido se habían apostado más figuras con antorchas y armas rudimentarias de alcance medio y largo, técnicamente se habían quedado sin una vía de escape rápida y segura. Debían hilar fino, estando sin fuerzas para enfrentarse a una desventaja numérica considerable y con un alto riesgo de daños colaterales, gran parte del pueblo parecía estar allí presente por increíble que les pareciese.

—Debemos comprobar algo antes —dijo Aodren sin perder firmeza.

Erathia y Lizbeth continuaron avanzando hacia el cuerpo atado de la mujer. Aodren se quedó intentando esquivar preguntas que empezaban a resultar peligrosas. Cerca de su espalda a su lado izquierdo, Ceneo permanecía atento con su mano sin ser vista sujetando la empuñadura de su espada, mientras desde el lado derecho Gwenn hacía lo mismo con sus dagas. La sacerdotisa se tomó su tiempo analizando a la ajusticiada mientras la paladina permanecía unos pasos detrás de ella cuidando sus espaldas. Al poco rato volvieron y los cinco se retiraron de nuevo, nadie se dio cuenta de las lágrimas que recorrieron las mejillas de Liz.

—Tiene marcas en sus manos de trabajar el campo y los jirones de su ropa son de corte humilde, parece una campesina. Su cuerpo ha sido horriblemente maltratado, entre las heridas y los signos de tortura solo su alma sabrá qué habrán estado haciendo con ella. No creo que pase de esta noche —habló Lizbeth.

Su diagnóstico fue tajante y directo. Después de que los cuatro escucharan atentamente, surgieron discrepancias en el modo de actuar. Aodren y Lizbeth se mostraron partidarios de seguir el juego a aquellos salvajes hasta intentar sacarla de allí con alguna maniobra de distracción. Por otro lado, Ceneo, Gwenn, y Erathia, abogaban por poner fin a su vida con el propósito de terminar su tormento cuanto antes. El oro que llevaban no sería suficiente para el intercambio, e intentar preguntar o regatear por la cantidad acordada podría delatarles como los intrusos que eran. Las otras razones que esgrimieron era que incluso en la remota posibilidad de que sobreviviera a aquella noche, las secuelas físicas y mentales harían del resto de su vida un infierno igual o incluso peor al ya vivido. A pesar de los pequeños debates que fueron intercambiados, el resultado democrático les llevó a aceptar rápido el plan de acción. Tenían muy en mente que sus propias vidas estaban también en el tablero.

Volvieron a adelantarse e hicieron lo mismo que la vez anterior, solo que en esta ocasión Aodren intentó obtener información sin levantar sospechas, una tarea que bien se asemejaría a la de un equilibrista de gran altura que actúa sin cuerda de seguro alguna, mientras Erathia era quien más se acercaba al cuerpo de la mujer. Lizbeth, bien cerca de su espalda, ocultaba la maniobra a acometer.

La paladina, en un movimiento limpio y certero, sacó una de las dagas que le había cedido Gwenn y penetró con ella sin dilación la carne de la desvalida en un punto que bien sabía que pondría un fin breve. Su otra mano sujetaba con delicadeza la mejilla derecha de la desafortunada, mientras le susurraba dulcemente al oído, "descansa, descansa...". Los ojos de la guerrera sagrada se humedecieron, al tiempo que los de su no deseada víctima iban siendo cerrados, acompañados de un ahogado y apenas audible gemido como amarga nota final de aquel tormento. Una rabia comenzó a consumirla por dentro, quizá si hubiera estado sola no le habría importado morir intentando llevarse por delante a cuantos pudiera de aquella banda de desalmados, pero la situación era muy distinta. Sacó fuerza mental de donde creyó no quedarle más, y logró detener tanto su mano como el martillo de guerra que sin darse cuenta aferraba fuertemente bajo la capa del hábito, una pequeña pero efectiva arma personal que tomó como sustituta de la gran maza usada días antes, la cual era más efectiva pero más difícil de llevar de forma inadvertida.

El ardid que mostró el brujo hacia quien ya sentía repulsión al poco de tenerlo frente a él, fue el argumento de que aquel cuerpo estaba demasiado castigado y no les servía para sus propósitos. Dejó caer la amenaza de que si volvía a ocurrir algo similar el oro dejaría de llegar. La decepción y el enfado del interlocutor fueron mayúsculos, pero no llegó más allá de agitar la antorcha severamente. En un arranque de furia se dio la vuelta y comenzó a mandar a sus casas a todos los allí presentes, los cuales comenzaron a moverse en un silencio sepulcral como si de autómatas se tratasen.

A pesar del cansancio que pesaba sobre los hombros de cada uno de ellos, no dudaron en pensar que no debían pasar la noche en aquel lugar. En cualquier momento podían presentarse aquellos por quienes se estaban haciendo pasar, y eso haría la situación mucho más difícil de manejar.

—¿Lograste obtener algo de información? —preguntó Erathia a Aodren sin quitarle el ojo de encima al gobernador, quien se alejaba separándose del resto y se acercaba a la casa de mayor tamaño, comparada con todos los demás edificios de porte más humilde. El sujeto necesitó de varios intentos para abrir la puerta a pesar de usar la supuesta llave correcta.
—No más allá de lo indispensable —respondió él—, los mercados es obvio que están cerrados, pero cerca hay un almacén que permanece abierto para ciertos clientes, nos servirá para obtener algunas provisiones y volver a nuestro camino cuanto antes.
—Parece como si todo el mundo se haya vuelto loco de repente —continuó la paladina percatándose de que la puerta que observaba no quedó cerrada del todo. El tipo se había internado en el edificio después de dar unas desconocidas indicaciones a dos hombres muy corpulentos que habían aparecido de la nada, adentrándose ambos posteriormente en una de las calles colindantes—. Cuando recuperemos fuerzas deberíamos investigar qué es lo que ocurre aquí —añadió.
—Comparto tus inquietudes —aseveró Aodren mientras permanecía con la cabeza agachada, en un gesto despreocupado, mientras rebuscaba algunas monedas en las alforjas.
—Dejaros de historias —protestó Ceneo visiblemente molesto—, yo solo quiero dormir, bastante hemos estado llevando encima hasta ahora. Yo también tengo preguntas, pero soy consciente de que las respuestas tendrán que esperar.

Ninguno puso objeción alguna a aquellas últimas palabras, y volviendo a la relativa seguridad de sus monturas pusieron rumbo por donde habían venido. Las efigies fantasmales de las construcciones amparadas entre las sombras de una noche ya cerrada iban pasando flanqueándoles mientras avanzaban, y les terminó trayendo un recuerdo perturbador a Lizbeth y Erathia. En las dos ocasiones en las que se habían cubierto las espaldas manteniendo la atención en torno a la muchedumbre allí arremolinada, les fue imposible captar detalle de rostro alguno a pesar de cómo bastantes de ellos portaban antorchas, inmóviles, como piezas negras de un tablero de ajedrez. La paladina detuvo su montura de repente e hizo el gesto de comenzar a dar media vuelta.

—Adelantaos —dijo al grupo—, os alcanzaré luego, he de comprobar algo.

Los demás se detuvieron algo sorprendidos y la miraron. El rostro de la guerrera santa ya no era el mismo de antes desde que resultara herida en la anterior batalla. Una notable cicatriz recorría verticalmente su lado derecho a la altura del ojo, el cual quedó con su iris con un color ceniciento como la prueba de haber resistido el intento de posesión mediante un tipo de magia negra que se creía olvidada. No sin ayuda de quien cruzaba ahora su mirada con la de ella en una expresión de preocupación, Lizbeth, pero sin mediar palabra le transmitió que no tenía de qué preocuparse.

(Ilustración por Bastien Lecouffe)

—¿No quieres que te acompañe alguno de nosotros? —sugirió Gwenn—, no creo que sea buena idea andar solos y por nuestra cuenta en un lugar como este.
—No os preocupéis, será breve.
—Bueno —habló el brujo—, no tardes, ¿de acuerdo?, pasaremos por ese almacén mientras tanto, te esperaremos en el portón de entrada. Pero si no apareces pronto iremos a buscarte.
—Claro, me parece perfecto.

Erathia retrocedió deshaciendo el recorrido con una sensación de estar siendo observada que creció exponencialmente, y guiada por la única idea que palpitaba cada vez más fuerte en su mente, la misma que apareció cuando puso fin a una vida que en otros tiempos había jurado proteger ante cualquier adversidad o pronóstico. Una vida que a todas luces era inocente.

La plaza se acabó mostrando de nuevo ante su vista, ya en parte acostumbrada a la oscuridad, aunque en esta ocasión completamente desierta. Ni siquiera estaba el cuerpo de la muchacha, y de no ser por el poste ensangrentado que yacía como testimonio de lo ocurrido allí, todo le habría parecido parte de una pesadilla. Ya desmontada, sus pasos la llevaron frente a la puerta que permanecía mal cerrada, a aquel umbral de oscuridad donde el reflejo de la luna parecía incapaz de penetrar incluso en su contorno exterior. Volteó la mirada a su alrededor sin dar con ninguna figura sospechosa y entró con paso firme y decidido. Fue recibida por un pasillo negro como la boca de un lobo, que al rato de hacerle perder incluso de vista el hueco de la entrada al mirar hacia atrás, le dejó entrever unas débiles luces de velas encendidas propias de un candelabro que danzaban al fondo.

Lejos de allí el grupo comenzaba a esperarla impaciente en la salida del poblado, hasta que el tiempo les dejó de avanzar haciéndose eterno, arrastrándose amargamente. Ninguno supo saber a ciencia cierta cuánto había pasado, pero prácticamente al unísono decidieron no prolongar aquel estado de brazos cruzados y comenzaron a volver para ir en busca de Erathia. Pero no les hizo falta continuar, pues justo en ese momento la figura de la paladina apareció galopando a su reencuentro.

—¿Ha ido todo bien? —preguntó Aodren.
—Sí —respondió ella sin demasiada emoción—, larguémonos de aquí.
—Perfecto, pongamos rumbo entonces —dijo Ceneo.
—He descubierto algo de información por cierto —dejó caer la paladina mientras atravesaban el desvencijado portón de madera, en esa ocasión no había nadie haciendo guardia.
—¿Información?, ¿sobre lo que ha estado pasando aquí? —preguntó ansioso el brujo.
—Exacto —respondió dando una pausa que generó cierta inquietud en los presentes—. Esperaban a unos supuestos cazadores de brujas, quienes pagarían por llevarse a la chica, y según tengo entendido no es este el único lugar en el que lo están haciendo.
—No parece el modus operandi de unos cazadores de brujas —reflexionó Lizbeth preocupada en voz alta.
—Pienso lo mismo —intervino el hechicero—, ¿sabes a dónde se los llevan, y para qué?
—Desconozco la razón, pero se mencionó un lugar que queda algo lejos de aquí, el bosque de Atnas Amoloc.
—Vaya —expresó el brujo mostrando signos de confusión—, siempre han rondado leyendas un tanto extrañas sobre esas arboledas, pero ningún suceso en concreto más allá de lo que parecían cuentos para asustar a los niños.
—Es difícil encontrar un lugar que no tenga sus propias leyendas después de todo —añadió el guerrero—, pero todo esto huele muy mal.
—Quizá alguna de las aldeas de la zona ofrezca trabajo y recompensa al respecto, al menos una que no haya caído presa de esta oscuridad que parece extenderse.
—Están ocurriendo eventos a una escala que desconocemos —sentenció Aodren—, ya tendremos tiempo para hablar sobre esto.

Así partió el grupo entre la bruma de una fría mañana que se despertaba perezosa, tan nublada como para poder dejar observar de forma directa al disco solar encaramándose en las montañas lejanas, y azotada por ráfagas de viento que hacían moverse las nubes como si un gran mar de niebla recorriera el cielo. Estaban tan sumidos en sus propios pensamientos que ninguno preguntó a Erathia sobre cómo había obtenido la información que les había compartido.

Poco después de que el pueblo se perdiera tras el horizonte, Erathia se rezagó un poco en la marcha. Un golpe de memoria vino de nuevo a ella, uno similar al experimentado anteriormente, con forma de una intensa visión cargada de breves imágenes. Mientras cerraba fuertemente los ojos aguantando cierto dolor en su cabeza, contempló una habitación oscura a excepción de la pared del fondo, sobre la que se derramaba una luz que caía desde un ventanal situado en lo alto, una luz antinatural que no era propio del brillo lunar. Bajo ella se encontraba un hombre en pie, al que solo se le percibía el torso desnudo y sus manos presionando fuertemente su frente, bajo la que se dejaba ver una expresión de terrible angustia con la mirada clavada en algún lugar más allá de las paredes de aquel habitáculo. Justo detrás de él, abrazada por una negrura que no era afectada por la extraña luminosidad, se perfilaba la sombra enorme de una perturbadora entidad con cabeza astada que retorcía los sentidos y la mente con solo ser contemplada. En aquel instante la visión se esfumó, como ya empezaba a hacerlo la bruma del ambiente conforme se acercaba la media mañana.

Tras unos minutos, ya de vuelta en sí misma, desenganchó una bolsa de cuero que colgaba cerca de las alforjas de su caballo. Sacó lo que contenía y lo lanzó con desprecio a un lado del sendero, procurando que los demás no se percatasen. Recuperando la marcha clavó su mirada en aquel bulto que yacía ahora entre el cúmulo de hierba que había amortiguado el sonido de su impacto, un bulto que le devolvía la mirada con ojos carentes de vida y un rostro congelado por el horror. Pero lo único que sacudió realmente sus pensamientos fueron las preguntas que se le manifestaron al contemplar aquellos globos oculares, ¿aquella sombra demoníaca era una entidad con la que realmente se encontró?, ¿o no fue más que una alucinación en la que su subconsciente le mostraba una representación de ella misma? Para su sorpresa, no le inquietó el no recordar con exactitud lo ocurrido desde poco después de atravesar el umbral de aquella puerta mal cerrada hasta que estuvo de vuelta con sus compañeros, a excepción de la información que sin saber muy bien cómo, había obtenido y compartido.

Había sido entrenada para combatir todo tipo de manifestaciones oscuras de otros planos y de todo lo que su antigua orden consideraba como herejía a través de la perspectiva de sus dogmas, pero nada la había preparado para volver a afrontar algo tan similar a lo que ya experimentó en su temprana juventud, aquello que puede yacer bajo la personalidad de cualquier ser humano sin que necesite intervenir ninguna fuerza sobrenatural, junto al amargo recuerdo del destino de su familia. Su visión quizá no fue más que la representación de su pérdida de control ante una sed de venganza que creyó erróneamente tener atada, con su lado oscuro rompiendo todo muro mental, saliendo a la luz cuando volvió para encontrarse y dar caza a su presa, a una raíz del mal que sintió la necesidad de arrancar. Quizá aquella terrible sombra había sido ella.

Pero sus cabilaciones dejaron pronto de importarle, especialmente cuando la cabeza ensangrentada y cercenada del gobernador fue quedando atrás, perdiéndose de su vista.

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