Ir al contenido principal

Desde donde no alcanzan los sentidos

Es tal la inmensidad de las profundidades inescrutadas de lo desconocido, que cualquier preocupación o pensamiento se vuelve insignificante en comparación, irremediablemente nimio. Es imposible detenerse durante la noche para admirar la infinitud del firmamento y no encogerse al ser consciente de lo que somos, algo tan diminuto, algo tan pequeño. Resulta abrumador el plantearse la necesaria verdad de que no estamos solos en este universo, incluso si existen otros danzando y evolucionando ajenos al nuestro, pues tener la perspectiva de que somos parte de un único e irrepetible evento es más bien propio de un carácter arrogante e ingénuo.

Cuanto más descubro y cuanto más aprendo, más me doy cuenta de todo lo que escapa al conocimiento. Resulta relativamente fácil imaginar otros mundos con más de un sol en el cielo, mares de otras texturas, naturalezas de extraños comportamientos... ¿Qué tipos de formas de vida y qué clases de consciencia podrían haber existido, existir, o existirán ahí fuera incluso cuando posiblemente nosotros como especie ya no estemos?, ¿hemos sido visitados en algún momento de nuestro tiempo?, quizá ocurrió en un pasado tan distante como lejano, quizá ocurre actualmente, contemplándonos como quien mira con cierta curiosidad a unos peces a través del cristal de una pecera, sin que éstos se den cuenta. Un vistazo rápido, sin detenerse demasiado, como quien observa algo buscando un entretenimiento momentáneo, algo sin demasiada relevancia o significancia.

Hemos conseguido logros en cuanto a tecnología que bien parecería magia a ojos de épocas no tan lejanas, desde el contacto instantáneo a cualquier punto del globo, a acceder a todo tipo de conocimiento desde la palma de nuestra mano, sin pasar por alto el estar dando los primeros pasos en la construcción de autómatas cada vez con más funcionalidades y quién sabe si llegar a ser dotados y portadores de cierta inteligencia en un futuro más cerca de lo que pensamos. Pero en la base, en nuestra raíz como especie, a través de siglos y milenios demasiado no hemos cambiado. Se sigue atacando al diferente, cayendo en sesgos de pensamiento por ideologías o dogmas, fanatismos, conflictos, actos de crueldad extrema, corrupción, manipulación, el respeto y el entendimiento parecen casi formar parte de mitos y cuentos...

Quién sabe si ahí fuera podrían existir cosas mucho peores, difícil imaginarlo para alguien que mínimamente la criminología haya estudiado y a los horrores que contiene se haya asomado, pero bien que entran todas las posibilidades cuando éstas son infinitas. Criaturas, entidades, consciencias incomprensibles que forman existencias retorcidas, similares a dioses oscuros para los que la vida no sería más que juguetes, alimento, y materia prima. Cualquiera que haya leído las obras de Howard Phillips Lovecraft o contemplado el arte de Hans Rudolf Giger podría hacerse una mejor idea, por nombrar dos autores cuyos trabajos más me impactaron a temprana edad. Es entonces cuando el mirar al cielo nocturno puede convertirse en la llamada de la sensación de estar asomándonse a un abismo negro que carece de límites, albergando posibles horrores en las lagunas de lo desconocido que no habría forma de ser descritos. Ese miedo infantil a la oscuridad pero multiplicado de forma exponencial.

Mientras tanto seguimos en este diminuto y distante punto azul peleándonos entre nosotros mismos. Quizá si se reflexionara más a menudo sobre todo esto seríamos capaces de tratarnos mejor los unos a los otros, y no hago alusión al hecho de sentir miedo a lo que no se conoce, sino a la fascinación hacia el universo en el que nuestros sentidos nos hacen ver estar inmersos. Por lo mucho, que en realidad es poco, que de todo vamos conociendo. Desde maravillas del mundo animal con quienes compartimos viaje en esta nave planetaria, hasta los enigmas y misterios del cosmos, sin obviar el enorme potencial que tenemos cada uno de nosotros. Porque a fin de cuentas en muchas de esas ocasiones no es necesario ni siquiera alzar la vista hacia tan lejos para sentir la fascinación y el misterio por la vida, tan solo basta con mirar a los ojos a alguien.

Lo único claro y cierto es que ese abismo del que hablaba anteriormente, dentro de las incalculables e inimaginables posibilidades que vibran en su interior, al poco de ser contemplado nos devuelve su mirada. Puede que incluso nos hable, aunque de entenderlo seamos incapaces. Pero no debemos olvidar que ser conscientes de lo pequeños que somos, es lo que a su vez nos hace grandes.

Todo esto me recuerda a, que a veces, conocer a una persona es como conocer un universo. Con sus propias luces y sombras, sus propios misterios, sus inquietudes, sus complejidades, sus reglas y leyes que dan a su motivación el aliento. Y cuando nuestro instinto nos susurra que esa persona es adecuada, es cuando un viaje magnífico puede comenzar. Si el sentimiento es recíproco, se abren nuevos cielos que compartir y nuevos bosques por los que caminar, nuevas formas de sentir y nuevas montañas que escalar, nuevas noches que vivir y nuevas playas en las que nadar.

Es entonces cuando esas mentes tienden entre ellas diversos puentes y se regala el recurso más valioso que tenemos, eso que una vez dado jamás se puede recuperar:

El tiempo.

Comentarios

Publicar un comentario