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Crónicas de Aodren: Calma tempestuosa

Debieron pasar años hasta sentir que las heridas de su mente y las mareas de sus pensamientos se hubieran por fin calmado, al menos hasta el punto de no verse arrastrado a una espiral de autodestrucción que no le era del todo desconocida. Durante ese tiempo no acudieron, para su sorpresa, amenazas relacionadas con los peligros enfrentados en ese pasado que no dejaba de parecer cercano por mucho que se cedieran el testigo los solsticios, más allá de los demonios que le vigilaban desde su propio interior.

Aodren se encerró en sí mismo decidido a reformar tanto su cuerpo como su alma, tarea que no le sería posible llevar a cabo sin la ayuda de Ceneo. Le unía una profunda amistad desde una temprana juventud, y no había dejado de considerarle como el mejor guerrero en pisar el continente de Anaria, guardián de un conocimiento aprendido durante uno de sus éxodos en las lejanas montañas del norte, donde sobreviviendo entre bestias y paisajes inclementes conoció a una tribu de monjes guerreros que le acogieron durante un tiempo. Lizbeth podía ofrecer apoyo místico a su manera, pero su metodología se enfocaba en canalizaciones a través de sus dones, muy diferentes a los del brujo. Los métodos del guerrero, sin embargo, eran ajenos a las artes arcanas, y era algo que le convenía sobremanera. Por otra parte existía entre ellos un férreo pacto, pues el hechicero confiaba en él para llevar a cabo algo de lo que nadie más estaba al corriente, ni siquiera su propia hermana. Si algún día llegara a perder el control sobre sí mismo y sus poderes, sería el encargado de poner fin a su vida sin ningún tipo de vacilación, evitando no solo una existencia penitente y mortuoria al taumaturgo, sino el ser usado como arma bajo la influencia de otras entidades bajo el riesgo de causar un tormento indescriptible allá donde fuera sin ser consciente de sus actos. Llegó a pensar en hacer partícipe de dicha visión a Erathia, dadas sus habilidades y su trasfondo, quien además no había dejado de mostrar recelos hacia él por sus relaciones con las artes oscuras, pero sabía que los sentimientos de la paladina hacia Lizbeth la harían incapaz de tomar cualquier decisión que implicara un sufrimiento en ella. El deseo de Aodren requería una determinación implacable, una mente incapaz de dudar, incontables vidas y fragmentos de la propia realidad podrían estar en juego. Pocos son capaces de someter a un brujo desencadenado, o peor aún, aquellos que caen víctimas de una posesión completa. Y ya había llegado a estar a punto de cruzar el límite de ese umbral.

 
Durante su retiro espiritual, algunas visitas ocasionales se presentaron en forma de jinetes provenientes de las regiones más profundas del Bosque de Abadamat, mensajeras del mismo círculo de mujeres druidas que habían intentado ayudarle en otras ocasiones, y para quienes Gwenn trabajaba a veces. Druidas que, según se mencionaba en ciertas leyendas, eran en realidad hadas que habían perdido sus alas. Cada una de las invitaciones de reunión que le hicieron llegar fueron rechazadas, pues el hechicero temía que estuvieran tramando formas de usarle para enigmáticos propósitos que le habían resultado imposibles de conocer.

La causa de tales sospechas tenía su raíz en el hecho de ser ellas las responsables de la maldición que llevaba consigo, la misma que en su momento Gwenn rompiera no del todo, pero sí una parte importante que ejercía un control casi absoluto sobre él, la esencia salvaje de espíritu animal conocida como Bleidd. Según las druidas, supuso un poder ofrecido para evitar que los intentos de posesión le desgarraran por completo, un poder que terminó reaccionando de forma inesperada en el huésped, ¿y por qué hacerlo sin su consentimiento ni conocimiento hasta mucho más tarde?, ¿a cambio de qué?, esas y otras muchas fueron las preguntas que jamás obtuvieron una respuesta sincera, y eso hizo que cada vez se alejara más de ellas. Esto, junto a las últimas batallas vividas, desembocaron en la decisión de entrenar y perfeccionar tanto sus músculos como sus habilidades con diversas armas con la intención de ser menos dependiente de una magia que se volvía en ocasiones impredecible, aun sin renegar por completo de ella a pesar de considerarla un riesgo de debilidad hacia la intrusión de lo sobrenatural. Ya había sido engañado una vez para dar paso a la entidad diabólica que le acechaba, un suceso que terminó siendo evitado no sin terribles consecuencias y sacrificios, y temía que las druidas pretendieran hacer lo mismo con la otra manifestación que quería usarle como portal, una entidad supuestamente casi divina, proveniente de la naturaleza, cuyos propósitos y orígenes le eran aún menos claros que la mencionada anteriormente. Sabía que más allá de conceptos tan mundanos como el bien y el mal fluctúan realidades que trascienden las limitadas mentes humanas, las cuales suelen terminar como piezas de un tablero con las que jugar.

No era menos cierto el no ser propio de él acudir a nadie en busca de ayuda, su alma de lobo solitario le hacía tener cierta independencia emocional, algo que bien podía fortalecerle o enterrarle dependiendo de cómo se gestionara. Lizbeth había sido siempre su luz, estando juntos desde niños y cuidándose mútuamente, aunque su relación se basaba en cercanías y distancias al mismo tiempo, pues ella, aunque en menor medida, compartía parte de los rasgos de su personalidad.

Ceneo, por otra parte, en esa larga amistad cimentada en una camaradería compartida a través de múltiples etapas, se acompañaba por la forma con la que éste sabía quebrantar su tozudez. A pesar de ello, las sugerencias del guerrero de al menos escuchar lo que tendrían que decir las damas del bosque no fueron escuchadas. Decidido a no deshacerse de la fuerza acechante de la maldición, pretendía entrar en comunión con ella al lograr alcanzar un mayor estado vibracional de su alma mediante la meditación y el estudio de la filosofía de aquellos monjes tan extraños. Sabía que no podría vencer al peligro psicológico sin eliminar previamente los elementos inhumanos que llevaba dentro, aunque hasta qué punto lograría tener éxito sin adentrarse en otras opciones sería algo que solo el tiempo podría desvelar, siendo consciente de la inexistencia de caminos infalibles o milagrosos ante la compleja, esquiva y enigmática naturaleza de la consciencia y los hilos del destino, pero le guiaba el convencimiento de que intentarlo le haría al menos mucho más fuerte.

Uno de los objetivos que había planeado seguir posteriormente si lograba dichas metas, el indagar sobre las Llanuras de la Intranquilidad y rastrear a Ellwhyrin, fue disipándose al no haber vuelto a hacer acto de presencia aquellos sueños perturbadores, una señal que identificó con que la súcubo ya no le tenía entre sus prioridades, por el momento. En su lugar fue otro misterio el que comenzó a ocupar parte de sus pensamientos, el nombrado por uno de los enemigos enfrentados en ese pasado no tan lejano, al mismo que no se le cedió demasiada importancia al haber sido neutralizada la amenaza en aquel cerco de tinieblas en el que una sacerdotisa carmesí mencionara la llamada Puerta de Aliguieri, relacionándolo además con Lizbeth. Ninguno había escuchado antes ese nombre, y pensó que el intentar descubrir de qué se trataba era una búsqueda que no debía postergar demasiado en cuanto estuviera del todo recuperado.

Los meses transcurrieron, y en uno de sus lugares predilectos para retirarse en soledad, nadando entre sus aguas de mareas cambiantes a cada instante, caminando entre sus diferentes tipos de arenas y extrañas rocas con formas que susurraban ser de otro mundo, y atendiendo a la fuerza de sus vientos que traían a ciertas horas de la noche voces de otras épocas, acabaría templando sus sentidos. Aprendió a escuchar el silencio, encontrando en él las respuestas a experiencias dolorosas del pasado de las que extrajo un valioso aprendizaje. A pesar de la transformación que estaba llevando a cabo, Aodren seguía siendo visto por los demás como enigmático y sombrío. Recorriendo pueblos y aldeas, iba tras encargos en los que ponerse a prueba mientras a cambio caían en sus alforjas algunas bolsas de monedas. Dichas tareas seguían estando relacionadas con seres y fenómenos a los que nadie, salvo un versado estudioso de lo oculto, o bien alguien con cierto grado de locura, quizá incluso una combinación de ambas cosas, se atrevería a hacer frente. El tiempo avanzaba, él evolucionaba, y por un tiempo olvidó que el mundo, a su manera, también lo hacía.

Las épocas de paz y excesivas comodidades habían ido gestando mentalidades débiles e inmaduras en las poblaciones a lo largo y ancho de reinos ya de por sí altamente corruptos e inestables. Los neblinosos rumores de amenazas que parecían cernirse sobre el mundo civilizado hizo que el hartazgo de unos pocos contagiara a muchos, y los líderes más incompetentes cayeron sin poder evitar que bastantes ciudades fueran tomadas por caudillos y milicias que no en todos los casos llevaban intenciones cargadas de buena voluntad, dejando a su paso calles ensangrentadas llenas de víctimas que poco tenían que ver con el mal que acechaba desde los rincones más sombríos, como invisibles titiriteros que manejan hilos que se pierden en la noche más oscura. Dichos conflictos y cambios sociológicos ocurrían en las tierras hacia el noreste del continente, sin haber alcanzado todavía aquellas hacia donde el destino había llevado a Aodren y a los demás, tanto en los interiores como en los alrededores de las regiones más al sureste.

Bien es sabido pues, que ninguna tormenta dura eternamente, ninguna calma anida para siempre, nada es eterno a excepción de la huella que las personas de espíritu mayormente blanco dejan en las almas que toca. Larga es la noche de la existencia en un mundo del cual Aodren se siente no pertenecer, un mundo disperso y envuelto en un caos que extiende sus tentáculos sigilosamente, hasta no dejar a ningún corazón ni a ninguna mente bajo su influjo. Más allá del deseo de intentar ser una mejor versión de sí mismo, sabía que debía prepararse, pues solo las raíces más fuertes, en la tierra adecuada, son las que no temen a la tempestad. Sabía que los horrores que tanto él como sus compañeros habían presenciado y sufrido, aparentemente derrotados y alejados por un tiempo, eran avanzadillas de lo que moraba más allá de los horizontes invisibles que podían volver en cualquier momento. De hecho, llegó a pensar que quizá no se habían ido nunca, solo que su atención, temporalmente, no estaba puesta ni en él ni en los que moraban aquellos entornos.

No se equivocaba en absoluto.

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