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Entre la razón y la locura

Cada ser humano es un prisma poliédrico de contenido abstracto que refracta constantemente su versión de la realidad, tras ser moldeada por diversos filtros que dan forma a una perspectiva personal sobre cómo es y cómo debería ser el mundo, así como una versión de cómo cree que es su propia persona y de cómo son los demás.

Surge la pregunta de si realmente existe esa fuente de la que emanan las diferentes realidades, y si podría llegar a darse algún día la capacidad de descubrirla y descifrarla en toda su pureza. La premisa de que estamos limitados por los órganos y el intelecto propios de nuestra especie implica que para asir esa meta se deben trascender los sentidos, por lo que la respuesta lógica y racional termina abocada a una negación rotunda. Ello no ha evitado que a través del tiempo se hayan ido desarrollando una ciencia y una tecnología que permiten escudriñar y desentrañar algunas parcelas de su terreno. Muchas de las cuales, todo sea dicho, arrojan más interrogantes que respuestas.

Cada uno de estos prismas está diseñado para cristalizarse hasta cierto punto formando patrones de cognición y comportamiento que acuden a la necesidad de identificar, catalogar y afrontar el entorno con el que se interactúa constantemente. Es una cualidad de peligroso doble filo, limitando y alineando la visión de las cosas, o en el peor de los casos, poniendo en peligro la salud de la mente sin que se sea consciente de ello.

No es un misterio que a lo largo de la historia incontables formas de poder han intentado (e intentan) a través de ideologías, dogmas y religiones, poseer cuantos más prismas mejor, moldeándolos a su imagen y semejanza para colmar sus propios deseos e intereses, aunque implique el ser enviados a violentos enfrentamientos donde todo rastro de humanidad desaparece y solo quedan bestias. Estos conflictos están alcanzando niveles inimaginables en la actual era de la desinformación, con una masificación de Internet, medios de comunicación y tecnológicos que no hacen más que crecer a pasos agigantados. Lo que debería ser una poderosa herramienta de comunicación, unión y conocimiento compartido, se ha ido infectando de programaciones de control e ingeniería social, así como en la proliferación y adoración de espejismos de artificialidad. Es cierto que todo esto ya ha ocurrido en otras épocas y quizá sean ciclos condenados a repetirse (como otros muchos tantos), pero no cabe duda de que la escala de acción y las posibles consecuencias van camino de ser inabarcables llevando a un futuro más que incierto de tintes distópicos.

Pero volviendo la mirada al espacio más cercano a nuestro control, el que nos pertenece, nos encontramos como seres falibles que no estamos exentos de cometer errores no solo en cuanto a decisiones o en cualquier faceta práctica, sino en la interpretación de nuestros propios sentimientos y experiencias por medio de pensamientos de irracionalidad de los cuales resulta  muy difícil escapar. Con la debida dedicación y trabajo es una lucha que sí podemos librar, que sí está a nuestro alcance.

Que la interpretación de un evento está sujeto a la relatividad es un hecho, y que está en nuestras manos el cómo manejar y afrontar la percepción de un impacto o una experiencia emocional también lo es. No somos inmunes al dolor, el cual inevitablemente nos alcanza y nos sacude de formas e intensidades muy distintas, pero sí podemos entrenar la invulnerabilidad al sufrimiento hasta diversos niveles.

Dicha travesía no está exenta de encuentros con adversarios a los que habrá que plantar cara, forjando para ello un entrenamiento mental que permita reconocerlos, hacerles frente, y repelerlos, así como para mantenerse vigilante, pues muchos de ellos no pueden ser derrotados para siempre y permanecerán al acecho para atacar en momentos de baja guardia o debilidad.

Algunas de las técnicas a entrenar consisten en cultivar un amor propio incondicional, sembrar la independencia emocional tanto de otras personas como de objetos representativos de deseos materiales, implicarse y sentirse involucrado en uno o varios proyectos vitales como algún aspecto creativo (desarrollar un arte o una habilidad) o solidario (practicar siempre la amabilidad, cultivar la empatía y el respeto...), por muy sencillos que estos parezcan. Atacar hasta eliminar cualquier obsesión por la gratificación y el placer inmediatos sin abandonar del todo el impulso natural de hedonismo, evitar las comparaciones con otras personas en cualquier aspecto autoaceptándonos tal como somos, sin que implique abandonar metas de una continua evolución personal, dejar a un lado los juicios de valor liberándonos de los prejuicios así como de los pensamientos catastrofistas. No dejarnos arrastrar por una culpabilidad desmedida, autocastigos, o sentimientos de inutilidad o incapacidad ante la consecución de determinados objetivos, sin dejar de hacernos responsables de nuestras acciones.

Un ejemplo sencillo de sentimiento racional es el enfado ante una decepción, una traición, o un engaño. Si el enfado no se trata adecuadamente podría alimentarse sin control desembocando en una intensa ira o un cúmulo de amargos resentimientos que no solo se convertirán en una fuerza destructiva para el propio sujeto, sino que no ofrecerá ninguna solución útil para el tratamiento y el aprendizaje emocional de esa experiencia. Si a pesar de los esfuerzos, consiguen representar una seria amenaza, el cumplir los puntos ya comentados en el párrafo anterior ayudaría a que estos sentimientos sirvieran de combustible. La actividad actuaría como material conductor de dicha energía, haciéndola salir a modo de descarga y de catarsis en vez de ser guardada en el interior (el ejercicio físico y la expresión artística serían claros ejemplos), pues de darse esto último consumiría a su recipiente.

De entre los peores enemigos a enfrentar se encuentran los pensamientos rumiativos capaces de bombardear la mente sin descanso. Buscar instantes de calma para practicar tanto la meditación como una profunda relajación del cuerpo ayudarán a desvincularnos de esas corrientes tan perjudiciales, donde moran las sombras de la obsesión por los hechos pasados y el devenir. Es útil visualizar dichas rumiaciones como una cascada de agua que ruge con fuerza, siendo la cuestión no el detener su flujo, sino salir de debajo de ella y observarla desde la distancia, entendiendo que esa cascada es algo ajeno a nosotros. Así puede comenzarse la práctica de llevar la atención completamente al presente, haciendo que aunque ese fluir de ilusorias corrientes no se detenga sí pase a un segundo plano hasta ir quedando paulatinamente en el murmullo propio de un arroyo, e incluso, desaparecer con el tiempo.

Para mantenerse en este camino que transcurre a través del parque temático de nuestra psique hay que conectar y absorver todo aquello positivo que sintamos vibrar en nuestra misma sintonía; aficiones, personas, actividades, gustos, pasiones...  Saber apreciar y disfrutar de las pequeñas cosas con el corazón sin esperar que sea algo externo el que lo llene, pues no existe vacío que no podamos llenar a nuestra voluntad, es decir, vivir y sentir de dentro hacia fuera y no al contrario, mientras se rechaza con firmeza y rectitud todo lo que resulte tóxico o dañino en la medida de nuestras posibilidades.

Hay que ser igualmente consciente de que ir tras la búsqueda de una felicidad constante e inagotable es una odisea utópica imposible de alcanzar, que agota, debilita y consume la psique. Es importante aceptar la tristeza y la melancolía como parte de la vida (así como los fracasos y las pérdidas), sin que esto implique el querer buscarlas ni tenerlas cerca más del tiempo necesario. Son compañeras que ofrecen valiosos momentos de reflexión y de crecimiento personal si se aprovechan con la mentalidad adecuada. Con ello la búsqueda se debe orientar hacia nuestra propia verdad a través de un pensamiento científico, sin dejar de cuestionar y sembrar la duda en todo y de hacerse preguntas que alimenten una saludable sed de conocimiento.

Cultivar la racionalidad no implica dejar de sentir ni desterrar por completo la irracionalidad, implica buscar el equilibrio, tener sentimientos sin ser desbordados ni poseídos por estos, implica calentarse e iluminarse con su aprendizaje sin permitir que nos quemen por dentro. Es la fisolofía de controlarse a uno mismo, la filosofía de fluir por la vida como la corriente de un río en constante cambio y evolución que se adapta a las formas y a los obstáculos del terreno.

Mantener dicha balanza es una guerra espiritual que bien podría parecer eterna, una guerra donde no toda oscuridad es negativa ni toda luz es positiva, donde algunos demonios podrán hacernos más fuertes con sus enseñanzas y algunos ángeles podrán arrastrarnos a una espiral de perdición. Con ellos los altibajos podrán estar presentes, pero mantener encendida la antorcha de la esperanza de mejorar cada día, por muy poco que sea, ayudará en tan arduo viaje, uno en el que muy pocos se atreven a embarcarse.

La claridad y la calidad de las aguas de ese río están en juego, las mismas que llevan nuestra alma, y junto a ella nuestros sueños.

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