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Crónicas de Aodren: Destellos del presente. Rachel

La noche empezó a nacer y a cubrir el cielo extendiéndose sigilosamente acompañada del cantar de grillos y ladridos en la lejanía, esparciendo de forma caprichosa pequeñas y brillantes estrellas a lo largo y ancho de su negro manto.
También anochecía en la mente del encapuchado que caminaba lenta pero firmemente a través de las empedradas calles de la ciudad. Viejas antorchas iluminaban las oscuras paredes, pero a sus ojos más que iluminar sólo hacían engrandecer las sombras circundantes que empezaban a rondar a su alrededor conforme la noche extendía su capa cubriéndolo todo.

Ya todos se refugiaban en sus casas buscando el calor de su hogar, de sus familias, cerrando puertas y ventanas y entonando viejos cantares cerca de la chimenea. Se refugiaban del miedo, el miedo a estar solos, el miedo a lo desconocido. A la oscuridad, a la propia noche y a lo que en ella mora. Pero él, lejos de no padecer ese mismo miedo tan humano, sentía y veía el mundo con otros ojos. O quizá mejor dicho, con otra mente. ¿Tan diferente era?, sí, y no.

Sus pasos le llevaban a las afueras, donde ya la luz de las antorchas quedaba lejana a sus espaldas y con ellas las sombras que parecían bailar una extraña danza al son de las propias llamas presas de la corriente de aire nocturna. Se detuvo un momento para mirar atrás y observar las calles y casas que ha dejado ya tras sus pasos. Sonrió. Cualquiera hubiera pensado que estaba loco, que tendría intenciones extrañas al adentrarse así en la espesura de la noche dejando la aparente protección de los muros y el calor del hogar.

Al contrario a lo que se podría esperar, no estaba a oscuras. Le rodeaba una leve, clara y plateada luminosidad, la cual dejaba caer la propia luna así como las estrellas que la acompañaban. Una luminosidad que ante la luz de las antorchas quedaba anteriormente oculta e imperceptible.

Todo a su alrededor estaba en calma, ya no había sombras extrañas ni perturbadores pensamientos. ¿Cómo podrían estar allí los temores que azotaban las mentes de los que ahora estaban en sus casas y tras los supuestos seguros muros de la ciudad? No, el temor a la soledad, a lo desconocido, a lo que mora más allá de la luz de sus antorchas no se encontraba en la oscuridad. La raíz de sus temores residía en sus propios corazones.

Él lo sabía. De ahí la razón de que sus ojos destilaran un brillo diferente, de que su visión del mundo, así como su mente, fueran inusuales para la mayoría de los que tenían la oportunidad de conocerle lo suficiente. Para algunos, una lucidez fuera de lo normal que infundía respeto. Para otros, una rareza que infundía temor o incluso desprecio.

Avanzó unos pequeños metros y se sentó en una pequeña roca, para a continuación cerrar los ojos mientras se concentraba en el fresco aire proveniente del norte que inundaba sus pulmones. Abrió lentamente sus párpados y su mirada fue hacia el cielo, hacia la inmensidad de la negrura de la noche, lo infinito, más allá de las estrellas y constelaciones. Sin embargo, era hacia el propio interior de su alma donde miraba.

Un sonido de crujir de ramas sonó a sus espaldas interrumpiendo la aparente calma, dejando paso a una sonrisa dibujada de inmediato en su rostro. Giró un poco la cabeza y le dirigió unas palabras a la figura algo deforme que estaba unos pocos metros acercándose lentamente.

—El sigilo nunca se te ha dado bien, Ceneo.

Una sonora carcajada estalló prácticamente a su lado. La figura, ya con un contorno humano definido y corpulento propio de un hombre de armas, un guerrero. Estaba ya lo suficientemente cerca como para que se distinguieran perfectamente sus facciones.

—Aodren, ya sabías que andaba a tus espaldas, ¡para qué preocuparme de una pequeña rama!
—Cierto es, viejo amigo. Pero apuesto a que intentabas darme un pequeño susto —respondió entre risas mientras se ponía de pie lentamente, dejando ver su rostro al levantar su capucha—. ¿Qué te trae por estos lares?

Ambos funden sus manos en un fuerte y cordial saludo. La atención del recién llegado se desvió por unos instantes hacia la mano izquierda de su compañero, la cual sujetaba una especie de carta muy pequeña apenas perceptible por la plateada luz que inundaba la noche. Pero consiguió identificarla. Era una carta muy valiosa para el hechicero que siempre llevaba encima. La mirada volvió a los ojos de su viejo camarada, pero ahora su semblante reflejaba preocupación y la alegría del encuentro pareció haberse esfumado como viejas hojarascas ya muertas azotadas por un fuerte viento.

—Me preocupas, te llevo siguiendo desde hace un rato desde que saliste de la ciudad.

La carta tenía algo de tiempo, pero estaba muy bien conservada. Tenía unas palabras escritas acompañadas de una ilustración, un dibujo. Un retrato de Lizbeth, la propia hermana de Aodren. Ambos se sentaron. La mirada de Aodren se volvió más humana, más terrenal, y su antiguo compañero de armas supo muy bien el por qué.

—Muy pocas veces te he visto así, viejo lobo —habló el guerrero mientras su mirada intentaba descifrar lo que su compañero aparentaba buscar en el oscuro firmamento—. ¿Cuál era el nombre de la mujer que te mandó esa carta? Ah, sí, Rachel, ¿no es cierto?

Aodren salió momentáneamente de su trance al escuchar ese nombre. Ceneo bajó la mirada mientras se acariciaba la perilla, y le volvió a hablar buscando sus ojos sin resultado bajo la capucha que se había vuelto a poner pocos instantes antes.

—Nunca te lo he preguntado porque sé que es un tema que guardas en lo más profundo de tí. Pero me preocupas. Dime, ¿por qué no fuíste a su encuentro cuando vino desde tan lejanas tierras sólo para verte?

Unos instantes de silencio planearon sobre el ambiente. Sólo un aullido en la lejanía rasgó ese momento que pareció tan delicado como una seca y fina tela. Ahora sí vio los ojos de su compañero bajo la capucha, pero destilaban un brillo plateado. Estaban húmedos. Sus miradas se encontraron de nuevo.

—Tuve miedo. No me sentí preparado, sin esperar su llegada tan de improviso y me invadió el temor. Un temor que me hizo decepcionarla en lo más profundo.

La luminosidad plateada que yacía bajo su capucha ahora recorría una de sus mejillas creando un fino hilo.

—Una decepción que es también conmigo mismo. ¿Por qué no corrí a su encuentro?, ¿por qué actué de forma contraria a lo que mi corazón y mi más profundo interior me dictaban con tanta fuerza que sentía que parecía estallar en mi propio pecho en cualquier momento?

Ceneo escuchó antentamente sus palabras sorprendido de verle tan hundido. Le costaba creer que es a él a quien tiene a su lado y no a otra persona cualquiera.

- No, amigo mío —continuó Aodren—. No merece tener en su vida a alguien que le ha fallado de esa manera.

Los destellos de plata comenzaron a oscurecerse. Desaparecieron como si una oscura sustancia empezara a expandirse dentro de su interior, unas nubes habían ido atrapando a la luna y a las estrellas instantes antes trayendo consigo un frío aire proveniente de las montañas y unas pequeñas gotas que caían con suavidad desde lo más alto. Fue ahora el guerrero quien habló.

—Vamos, caminemos un poco antes de volver, te hará despejar un poco esa mente.

Ambos se levantaron y comenzaron a dar unos pasos adentrándose en la oscuridad de la medianoche. Una oscuridad completa, ya no había luz ni destellos, sólo frío, sombras amenazantes, el sonido del fuerte viento que empezaba a soplar paulatinamente con mucha más fuerza y unas gotas cada vez más presentes amenazando una tormenta próxima.

Ceneo estaba intranquilo, pero mantenía firme su paso al lado de su viejo camarada. Demasiado pendiente del entorno de repente cambiante, sin saber que la mente del hechicero también había empezado a osurecerse y a poblarse de sombras. Sin saber que los ojos que estaban bajo la capucha se estaban volviendo de un tono rojizo.

Sin saber que parte de la humanidad de Aodren se había esfumado.

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