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Crónicas de Aodren: La maldición del Lobo Negro

Las campanas de la catedral resonaban con gran fuerza. A punto estaba de amanecer. Faltaba poco para que las calles de la ciudad empezasen a bullir con el ajetreo diario, mientras la luz del día se deslizaba con suavidad entre los restos de grisáceos jirones de la noche, los cuales parecían querer aferrarse unos minutos más en algunos rincones formando sombras agonizantes.
Uno de los edificios más imponentes fue el primero en recibir esas divinas y luminosas ráfagas del astro rey, reflejando enormes destellos en las vidrieras de sus enormes ventanales. La gran Torre del Conocimiento, o más comúnmente llamada Biblioteca Arcana.

Delante de su gran puerta de madera había un guardia cuidando la entrada. En un estado notable de embriaguez, andaba ensimismado con el movimiento de una mosca, la cual sobrevolaba su nariz una y otra vez. Un muchacho de pequeña estatura se le acercó y apenas se percató de él hasta que lo tuvo prácticamente a su lado.

—Oiga, señor...
—Eh, ¿qué quieres, renacuajo? —el hombre parecía apenas poder mantener la mirada.
—¿No es ese el hombre que aparece en los carteles de criminales en búsqueda y captura? —dijo el muchacho mientras señalaba con su delgado brazo en el lado contrario hacia donde intentaba mirar el guardia.
—¿¡Eh...?!

El joven aprovechó esos segundos en los que el hombre de armas giró la cabeza para alejarse un poco y sacar una pequeña piedra de uno de sus bolsillos. Su rostro dibujaba una sonrisa propia del más pillo de los pillos, de ese pequeño maleante que sabe que está a punto de cometer una trastada de grandes proporciones. Lanzó la piedra con una enorme fuerza. Lo hizo con tan buena puntería que fue a acabar al yelmo del despistado guardia. Un fuerte y seco sonido metálico se escuchó a la misma vez que el hombre dio un gran respingo, saliendo por unos instantes de su estado de idiotez.

—¡En cuanto te pille lamentarás haber nacido, mocoso!

Para cuando intentó emprender la carrera para perseguir al jovenzuelo este ya le llevaba unos buenos metros de ventaja. Aun así corrió tras él igualmente, guiado más por las sonoras carcajadas del muchacho que por su nublada vista.

En esos instantes una figura femenina salió de las últimas sombras que quedaban de la menguante noche. Corrió hacia la gran puerta y se paró unos segundos para contemplar con una sonrisa de satisfacción cómo el soldado se alejaba más y más. Con un ágil movimiento se coló dentro del edificio.

Momentos más tarde la mujer ya andaba ojeando en las grandes estanterías, las cuales estaban ya inundadas de luz diurna. Después de ojear sin mucha convicción los primeros pasillos decidió subir a la planta más alta e ir directamente a las últimas instancias, donde supuestamente se guardaban los ejemplares más extraños.

—Veamos. Maldiciones, maldiciones, debería de estar en uno de estos —susurraba para sí mientras tomaba varios viejos tomos de uno de los estantes y se apoyaba en una pequeña mesa para ojearlos, no sin antes sacudirles un poco la enorme cantidad de polvo que los cubrían y haciéndola toser un poco.

Nada más abrir uno de los libros llegó a sus oídos unos pasos que subían por la escalera aproximándose cada vez más. Pasos muy ligeros y casi imperceptibles, si no hubiera sido por su especialmente sensible oído. Intentó mirar a su alrededor para encontrar un lugar donde ocultarse, pero ya era demasiado tarde. Una pequeña sombra se plantó delante de ella y empezó a avanzar hasta detenerse al lado de uno de los ventanales. La luz que atravesaba la cristalera dio de lleno en su rostro.

—¡Erin!, menudo susto me has dado, ¡te parecerá gracioso! —recriminó la mujer mientras se recolocaba su larga melena con una de sus manos.
—¡Solo pretendía ser discreto!, ya me conoces —respondió el joven muchacho entre risillas.
—Ya, claro —ella se acercó y con una amable sonrisa le revolvió el pelo con fuerza al pequeño—, ¡estás hecho un granuja! Muchas gracias por tu tarea ahí abajo, has estado realmente bien. Pero me pregunto si ese guardia no te ha seguido hasta aquí —su sonrisa se desvaneció dejando ver una expresión de ligera preocupación.
—Bah, ¡no te preocupes!, ese tipo es un auténtico imbécil. Me ha perseguido cuesta abajo y ha tenido un buen tropiezo, y tal como iba de borracho, te aseguro que estará en el suelo durante un buen rato después de su tremenda caída —ahora era él el que sonreía, sintiéndose satisfecho de haber realizado un buen trabajo.

La mujer pareció quedarse más tranquila después de oir sus palabras. Después de pedirle que vigilara un poco la entrada volvió a la pequeña mesa para seguir ojeando los viejos libros.

Pasaron unas horas y la búsqueda seguía sin resultado alguno. Lo que buscaba parece escapársele y aun a sabiendas de que tenía que estar allí, no lograba dar con ello. El muchacho hizo acto de presencia, su seguridad había desaparecido por momentos y se le veía algo inquieto.

—Llewellyn ya deberíamos irnos yendo, ¿no te parece?, ¡nos acabarán pillando!
—Tranquilo Erin, solo algo de tiempo más. Necesito encontrarlo. Quizá sea de las pocas personas que puedan ayudarle, no pienso dejarle.
—¿Te refieres a...?
—Sí, Aodren.
—Ahá. Aodren, le recuerdo muy poco, parecía amable e imponía respeto, tratando siempre tan bien a los demás. Hasta que...
—Erin, déjalo, por favor. No quiero hablar de ello.
—Está bien, lo siento, no pretendía...
—No pasa nada.

El joven se dio la media vuelta y volvió a bajar, sin saber que unas pequeñas lágrimas habían empezado a deslizarle por el rostro de ella, mientras apoyada en la mesa empezaba a perder toda esperanza. Había algo más de luminosidad en la instancia y cientos de diminutas motas de polvo rondaban el ambiente. Observando el movimiento de dichas motas, pensativa y con la mirada algo perdida, dio con un viejo tomo negro de raro aspecto casi al final de una de las estanterías. Casi por inercia fue y lo sacó de su pequeño refugio, pensando que lo más probable esque fuera como el resto, sin contener lo que buscaba. Pero éste le había llamado la atención sin saber el por qué.

Era un libro no demasiado grande, pero sí algo pesado, y aunque solo podía distinguirse un extraño símbolo en su portada sí aparecía un título en su lateral: "La maldición del Lobo Negro". Parecía ser muy antigüo y por desgracia muchas de sus páginas eran ilegibles. Pasando una tras otra dio con un pequeño fragmento precedido por una ilustración, una especie de sombra negra en un yermo desolado. Atentamente, empezó a leer:


"Quién puede predecir lo que el propio abismo puede hacer resurgir. Cuando la puerta se abre entre enormes chirridos que bien podrían parecer los gritos de las almas condenadas encerradas en lo más profundo de la oscuridad.

Allí, en la fría y dura tierra, yacerá una figura enroscada en sí misma, como si de una serpiente se tratase. Sin pensamiento ni sentimiento que no sea dolor, solo dolor. Y hambre.

Entre ángeles caídos y fantasmas caminará, una sombra más será, siempre vigilante en el nuevo mundo que ante sus ojos se abre. Pero ya habrá estado aquí antes, pues solo sufrirá una transformación, un renacimiento. Quién sabe lo que pasará por su mente. Quién sabe lo que logrará ver tras su mirada inerte.

Un nuevo yelmo, así como unas nuevas piezas de armadura, cubrirán cualquier vestigio de su interior. Un interior plagado de heridas y traiciones que jamás desaparecerán, y un corazón acribillado que ya no parecerá palpitar, un corazón frío como el peor de los inviernos.

Estará su alma tan fría como su pecho. Sabrá que no volverá a querer, sabrá que no volverá a amar. Que el dulce calor en él no existirá jamás.

¿Y quién es él?, te preguntarás, al verle errar cuando esté oscuro el cielo.

No temas, te responderá, pues no soy más que un lobo negro. En eterna búsqueda, sin mirar atrás, de un anhelado y perdido sueño."


Convencida de que era lo que andaba buscando agarró el libro con fuerza mientras su corazón empezaba a latir con más fuerza debido a la emoción. Llamó al pequeño muchacho y salieron a toda velocidad del recinto, colándose por una de las calles más transitadas pasando desapercibidos. Pronto el jovenzuelo preguntó con curiosidad a la mujer sobre el extraño ejemplar que llevaba en sus manos, sujetándolo como si la vida le fuera en ello.

—¿Lo has encontrado?, ¿crees que es esa la maldición que le afecta a él?
—Sí Erin, no estoy del todo segura, apenas he podido leer un fragmento. Pero algo dentro de mí me dice que efectivamente la maldición que padece Aodren es la que se describe en estas páginas. Aunque la razón de cómo pudo acabar así es algo que puede que nunca sepamos jamás.
—Quién sabe —acabó diciendo el muchacho, intentando dar un pequeño atisbo de esperanza al ver el triste rostro de la mujer y unos humedecidos ojos tras sus mechones de pelo.

Ya era casi mediodía y ambos se fundieron en el gentío y el bullicio del mercado de la ciudad. Ignorando ingenuamente que desde uno de los tejados de las casas colindantes, unos extraños ojos llevaban siguiéndoles el rastro desde su salida de la biblioteca.

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