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El faro de Demian

Jamás había sentido lo que me transmitió aquel lugar. Después de surcar una carretera a través de montañas de tierra removida y algunos grupos esparcidos de edificios sin vida y otros tantos en ruinas (testimonios de un proyecto urbanístico abandonado hace largo tiempo), descendí hasta el final del asfalto dando con la entrada a un terraplén. Tras detener allí mi viaje, llevé mis pasos hacia el guardián de aquella desértica zona, un faro no demasiado grande de color blanco y líneas rojas horizontales. 

Cerca de él dos mujeres jóvenes charlaban animadamente enfocando sus cámaras por turnos una a la otra para obtener instantáneas, mientras enfrente y algo más a lo lejos una chica pasaba el tiempo absorta en su móvil sentada en un cúmulo de piedras, acompañada por un simpático perro de pelaje grisáceo que no hacía más que corretear en todo el terreno circundante. A mi derecha, un hombre y una mujer (ambos de una edad más madura) hablaban en confidencia mientras caminaban con calma hasta un pequeño desnivel. Cada una de aquellas presencias me resultó reconfortante, eran pinceladas de humanidad en un lugar inhóspito y solitario.

Decidí acercarme a uno de los bordes rocosos y descender algo más, pues había divisado pequeños caminos serpenteantes que no tardaban en llegar a un punto muerto, sin ninguna playa a la vista en kilómetros y kilómetros. Me interné en uno de ellos sin prisa y con cuidado. Allí la tierra terminaba de forma abrupta e impresionante entre paredes de riscos de infinitas formas (cuyos colores entre verdes y marrones muy cercanos al negro parecían absorber una gran parte de la luz), donde embestía sin descanso la furia de un violento mar de corrientes embravecidas. 

La quietud de la mente se fundió entonces con el rugir de las olas, y los vientos, que azotaban con un frío punzante en aquella tarde agonizante ante la impasible noche, traspasaban la fina ropa de verano hasta llegar a los huesos en un ambiente de negras nubes sobre mantos cambiantes de espuma e intensidades de azul oscuro.

En aquel estado contemplativo comencé a reflexionar sobre lo que me había llevado hasta allí. Había ojeado anteriormente el lugar en el mapa poco antes de disponerme a la travesía sin pensarlo demasiado, un impulso del que desconocía su procedencia me llamó a hacer lo que en principio parecía un viaje más de entre tantos. Pero solo cuando me encontré sentado en aquel borde de precipicios irregulares me percaté de algo.

Como si me hubiera encontrado conmigo mismo, aquel extraño paraje me hizo conectar con una parte de mi. Pienso que aquel ambiente, de la misma vibración y tonalidad que parte de mis sentimientos, hizo que abrazara y aceptara un fragmento de la personalidad que intentaba quedar recluida y apartada. Un encuentro del que se sale fortalecido, con un mayor dominio sobre lo que ocurre en el interior de la mente junto a un profundo análisis de las posibles causas. Un encuentro que, por otra parte, no se produjo hasta sentir como si cayera hasta el punto más hondo de aquel océano retorcido propio de un confín del mundo, en el que moran criaturas de un horror más allá de la imaginación.

Tras unos momentos con la mirada completamente perdida en el horizonte decidí dar la vuelta y volver. Durante el ascenso el faro volvía a entrar en mi campo de visión de forma paulatina, pero en mi imaginación no presenciaba el mismo frío edificio genérico y moderno de hormigón armado carente de carácter y personalidad, veía en su lugar la imagen del antiguo faro, que en contra de los deseos de los habitantes de la zona fue derruido hasta la última piedra en una madrugada sin previo aviso, a escondidas, y sin ningún tipo de miramiento ni consideración por su historia y su valor cultural. Contemplé también la sombra del farero de aquellos lejanos tiempos transportando el gas para encender la linterna, que llegaba andando y cruzaba la puerta para desaparecer en las dependencias donde hacía su vida como responsable de aquellos mecanismos de ingeniería, guardando el rumbo de antiguos barcos y marineros de la muerte que aullaba en los riscos.

Me encontraba aún inmerso en mis cavilaciones, las cuales creía que daban sus coletazos finales, pero terminaron regurgitando punzantes preguntas. ¿Cuántas veces en la vida se cree que se toman decisiones pensando que ha sido por voluntad propia y no por otra cosa?, ¿hasta qué punto no se está atado a la causalidad?, ¿tiene quizá el inconsciente unas riendas que ilusoriamente cada ser humano cree tener en su poder? Las respuestas a estas incógnitas pueden llevar a algo perturbador, a la conclusión de que el libre albedrío no es más que una ilusión. Ya había reflexionado sobre estos asuntos en otras épocas, pero en aquel momento fue un tema que me invadió con inusitada fuerza, fue como si aquel mar se levantara cual aberrante y enorme ser con la intención de engullirme.

Acaso cuando decidimos sobre algo que deseamos, o no nos apetece, ¿esas decisiones no están basadas en aspectos que ya estaban latentes con anterioridad? La cuestión es, para incluso los instantes más banales, ¿nuestra mente consciente toma en realidad decisiones, o sin embargo solo creemos que las toma? 

Echando un vistazo a mi vida pude verla estructurada por momentos que han ido definiendo lo que soy ahora, en la forma de pensar, en los gustos, en la filosofía... y aunque se desconozca con exactitud cómo continuará esa evolución, sí se sabe que el tiempo no es algo absoluto. El tiempo es ese algo intrínsecamente ligado al espacio y el movimiento, a las palabras de presente, pasado y futuro, que no son más que conceptos ilusorios nacidos de nuestra percepción lineal de los sucesos. Una percepción de diferente nivel que no tuviera nuestras limitaciones podría ver el curso del tiempo como el que observa el recorrido de un río desde las alturas, mientras que en nuestro caso vamos navegando en él arrastrados por su corriente, atrapados en la imposibilidad de ver lo que espera unos metros más adelante.

Pero si nuestras motivaciones y nuestra evolución personal no nos pertenecen, ¿por qué existe entonces la consciencia?, ¿por qué existir la ilusión de que tenemos elección? Si somos pasajeros meramente observadores de una existencia programada por la causalidad (que no la casualidad) al igual que el propio universo junto con todo lo que en él yace desde el principio de la existencia del mismo, ¿qué capacidad evolutiva tiene el estar tras una capa de engaño que nos hace creer que tenemos el timón en nuestras manos?, ¿podría formar todo esto parte de un plan que escapa a nuestra comprensión? 

Resulta difícil desarrollar más allá estas cuestiones cuando hoy día nuestro propio cerebro sigue siendo uno de los mayores misterios, al igual que la misma consciencia, pues resulta irónico que no sepamos los secretos de la propia herramienta con la que percibimos (o creemos percibir) la realidad, la misma herramienta que a su vez establece las limitaciones que para dicha tarea tenemos. Demasiadas preguntas para tan pocas respuestas.

La noche ya se echaba encima y me dispuse a volver a la carretera al igual que el resto de personas que se encontraban allí, nadie parecía querer quedarse en aquella explanada rodeada por un terreno tan áspero que ofrecía un ambiente de cierta incomodidad al ir cayendo todo en la oscuridad. A excepción del faro, que encendido de repente, me hizo no tardar en comparar su luz barriendo la negrura con aquellas reflexiones que intentaban surcar la niebla de lo desconocido. Porque la consciencia es nuestra existencia, proyectamos pensamientos con los que hacemos real la vida, es un relámpago de luz en una noche carente de luna y estrellas pero llena de misterio. 

Independientemente de lo escrito que esté el destino (quizá en parte, quizá en su totalidad), en la búsqueda perpetua del conocimiento sobre el cómo y por qué pensamos como pensamos, y actuamos como actuamos, se van abriendo puertas tras las que ver a través del conjunto de partes que definen lo que denominamos como identidad, como si ésta fueran capas de ropa, hasta llegar a lo que yace desnudo bajo ella. Hay que luchar por el inconsciente, conquistarlo, y se habrán ganado todas las batallas.

Será en ese momento cuando nos encontremos con nosotros mismos, siendo conscientes de quiénes somos, de las prendas que realmente queremos llevar (y no las que quieran hacernos creer que debemos usar), trascendiendo nuestra visión, nuestra perspectiva de todo, y el control de uno mismo. Quién sabe qué otras más cosas.

Es el proceso de morir y volver a nacer de nuevo.

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