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Las raíces del miedo

Aquella habitación me tenía sumergido entre sombras y penumbras, mientras una débil, cálida y palpitante luz cerca de mí me permitía luchar a duras penas, tijera en mano, por verme y recortarme un poco la barba frente a un pequeño espejo, que parcialmente roto y fragmentado, parecía mostrar versiones ligeramente diferentes de mi rostro en cada una de las partes en las que se había dividido.

Un extraño sonido repentino que vino desde mi derecha hizo ponerme en alerta, y dije en un tono calmado y firme: «Vigilad la entrada». No me encontraba solo. Dos haces de luz provenientes de linternas fueron enfocados al instante hacia donde había provenido el ruido, mostrando una pared de azulejos blancos que no se encontraba demasiado lejos. Hacia la derecha de la misma, fuera del campo de visión de los que estábamos presentes, se encontraba el hueco de la puerta. Sabíamos, por alguna razón, que algo desconocido se nos podía echar encima en cualquier momento, algo ante lo que solo cabía una respuesta posible, huir.

Un grito de socorro desde la habitación contigua hizo disipar al instante la impresión cada vez más fuerte, casi ya insoportable, de que alguna clase de horror estaba a punto de entrar allí. Ese pequeño alivio que aparece al confirmarse que un peligro que se creía inminente en realidad está algo más lejos, ese pequeño suspiro de fútil esperanza que trae consigo una sensación todavía peor que la anterior, la constatación de que el peligro es real, que ya se ha manifestado, y que somos los siguientes. En seguida eché a correr hacia la entrada para ver lo que ocurría y evaluar la situación.

Asomado ya en el marco de la puerta, vi a tres personas en una especie de salón no muy amplio, también prácticamente sin luminosidad. Dos hombres aparentemente paralizados por el miedo se encontraban en el centro del habitáculo, justo detrás de una gran mesa de madera oscura, y hacia la izquierda y al fondo, una mujer de cabello castaño que le llegaba sobre los hombros, usaba su propio cuerpo para mantener cerrada una puerta que palpitaba con fuertes golpes provenientes del otro lado, queriendo abrirse, bajo unas cristaleras situadas a cierta altura que dejaban entrever una luz azulada y unas misteriosas siluetas. La mujer me dirigió su mirada antes de gritar: «¡Corred, intentaré entretenerlos!».

Nada más terminar de expresar el sacrificio al que estaba dispuesta a someterse, la puerta cedió del todo, empujándola, intentando en vano no soltar el pomo con una de sus manos aun sabiendo que los segundos que pudiera ganar serían inútiles. Yo ya había comenzado a girarme para correr y avisar a los demás.

No logré ver la naturaleza de lo que había entrado, pero tuve la sensación de una oscuridad mucho más densa que la manifestada por la simple ausencia de luz, que se extendía rápidamente cual fuego desatado en un océano de líquido acelerante de combustión. Se abría paso ignorando todo a excepción de la materia viva, especialmente cualquier ser consciente, consumiendo en un terror indescriptible a las mentes de quien encontrara en su camino. Después de haber comenzado a dar unos pasos en forma de grandes zancadas, me invadió la certeza de que lo que iba dejando tras ellos estaba dejando de existir, al menos de una forma que se pudiera considerar comprensible para una mente humana.

La intermediación de algún milagro hizo que llegara hasta una pequeña cocina, una zona mucho más iluminada gracias a una ventana no muy grande, después de haber visto cómo en mi carrera había dejado atrás incluso a quienes me acompañaban en un principio, quienes habían encendido sus linternas para cubrirme. Quizá presa del pánico del momento, apenas llegaron a reaccionar, y permanecieron prácticamente inmóviles durante todos esos instantes.

La luz que emanaba de aquella ventana ofrecía un obstáculo considerable al impasible avance de aquella indescifrable amenaza, pero supe que sería cuestión de segundos hasta que toda la estancia estuviera a su merced, pues aquel oportuno manto de protección se encontraba muy lejos de ser infalible. Mirando hacia la cristalera, me propulsé hacia delante, saltando con fuerza y determinación, con intención de atravesarla. Era la única vía de escape.

Los fragmentos de vidrio y parte del marco de madera se hicieron añicos, dejándome vía libre hacia una vista de luz radiante sin fin que poco a poco fue tomando forma. Caí desde varias plantas del edificio donde había transcurrido todo, hasta caer sobre un suelo de asfalto dando algunas vueltas sobre mí mismo. Las leyes de la física, levemente alteradas, permitieron un aterrizaje suave sin ningún tipo de herida o rasguño. Incorporándome sin esfuerzo comencé a buscar el camino de vuelta a casa entre las calles de una ciudad que me resultaba desconocida, viendo personas que iban y venían haciendo una vida aparentemente normal.

Puse rumbo hacia una de las calles mientras me envolvía cierta sensación de seguridad a pesar de encontrarme perdido, mientras cada vez iba apareciendo más gente alrededor. Una mujer de pelo largo, de un castaño oscuro, me adelantó con cierta celeridad hasta quedarse unos pasos por delante, aminorando su marcha sin llegar a detenerse. Me pareció que clamaba hacia el cielo, desafiante, contra una amenaza invisible. En ese momento me invadió la certeza de que pretendía invocar el mismo peligro del que yo había huido instantes antes, quería dirigirse hacia él, plantarle cara, enfrentarlo. Alzaba su mano derecha con firmeza y energía dando muestras de no temer a nada ni a nadie. Pocos instantes después se le unirían otras dos chicas, una de ellas con el cabello corto, de un rubio claroscuro, y una diadema sencilla de color negro.

Quise alcanzarles para advertirles del terrible destino que les esperaba si seguían con su búsqueda, hablarles de lo que había vivido, de la inutilidad de pretender tener aquel enfrentamiento que me causaba el espanto propio de quien presencia a alguien ejecutar el plan de un suicidio. Sin embargo, por mucho que acelerara el paso y a pesar de que el entorno iba quedando atrás a mayor velocidad, ellas mantenían la misma distancia.

La naturaleza onírica que ejercía como maestra de ceremonias en aquella experiencia hizo que la decena de pasos que habíamos dado parecieran en realidad cientos al cambiar el lugar de forma brusca, pues la calle, todas las demás personas a excepción de nosotros cuatro, y los edificios que poblaban ambos lados de la calzada, dejaron de estar presentes. Subíamos ahora una pendiente de asfalto que conducía a un puente algo lejano, mientras tarareaban una melodía que sin saber la razón, me perturbó enormemente quedándose a fuego en la memoria, como si fuera un sonido que ejerce de preludio a algo terrible. A nuestra izquierda se presentaban a la vista grandes descampados cubiertos de ruinas de casas destrozadas entre carreteras de tierra llenas de escombros. Daba la impresión de haber ocurrido algún tipo de evento apocalíptico, que transmitía la certeza de que no había sido nada conocido anteriormente en la historia de la humanidad. Por otra parte, a nuestro lado derecho, se extendía un espeso bosque de tonalidades propias de un otoño que empieza a hacerse notar.

Las mujeres siguieron caminando hasta detenerse a punto de finalizar el ascenso, lo que me permitió llegar por fin hasta ellas. Me di cuenta que miraban hacia las ruinas, como si hubieran visto algo en particular, y detenido a sus espaldas giré mi cabeza para intentar saber qué había captado su atención hasta el punto de hacer que dejaran de avanzar y quedarse en silencio.

No tardé en ver la causa de aquella reacción. A lo lejos, saliendo de una de las columnas que formaban parte de los escombros de aquella ciudad muerta, se dejó ver paseando lenta pero firmemente una figura humanoide. Parecía un hombre, pero al mismo tiempo no transmitía ser de origen humano. De complexión extremadamente delgada, su piel estaba cubierta por una oscuridad propia del carbón a excepción de unas órbitas oculares anormalmente grandes y blancas. La cabeza, provista de mechones desordenados de pelo chamuscado, era más abultada de lo que cabría esperar de una persona normal y destacaba a lo lejos, al igual que sus brazos y sus manos, exageradamente largos y delgados.

Aquella visión fue un espanto, un terror pocas veces sentido invadió mi mente estallando en cada rincón de ella. Algo me hizo saber que el resto de personas allí presentes sentían lo mismo, mientras aquella impresión de horror escatológico todavía pudo intensificarse aún más, empujando al borde de un abismo de locura, al estar seguros de que aquella entidad nos había visto, se había vuelto consciente de nuestra presencia, y no tardaría en comenzar a correr hasta alcanzarnos y causar un final tormentoso y funesto.

Una de las chicas, la primera que había visto de aquel grupo, echó a correr hacia delante siguiendo su impulso de huida presa del pánico. A los pocos segundos me uní con la misma reacción, siguiéndola, quizá por el instinto de buscar alguna forma de supervivencia conjunta. Las otras dos chicas, sin embargo, quedaron paralizadas incapaces de gestionar el horror, queriendo gritar o moverse, pero sin conseguir respuesta alguna de los músculos tensos y agarrotados de todo su cuerpo, convertidas en estatuas vivientes. Aceleré la marcha después de observar horrorizado cómo se quedaban bloqueadas, mientras me fustigaba la culpa de abandonarlas a su suerte a merced de aquello tan terrible que se acercaba. Una parte de mí se desgarraba internamente aun sabiendo que cualquier intento de ayuda sería fútil, la otra sentía cierto alivio al saber que servirían como distracción durante un breve tiempo. La empatía y el egoísmo chocaron en un encarnizado duelo en el que el instinto más primitivo de supervivencia salió ganador, al menos durante aquellos primeros instantes, influenciado quizá por cómo alguien ya había reaccionado de esa manera. Aquella misma chica que, colándose debajo de un pequeño arco de cemento en la linde del bosque, se internaba en un camino lleno de hojas secas.

Continué corriendo por aquel sendero de esas mismas hojas que no tardaron en volverse en piedras que le daban la impresión de estar bien conservado y cuidado, atravesando aquel bosque de interminables árboles llenos de ramas con hojas rojizas y verdes, tan altos que la vista no alcanzaba a ver sus copas. El entorno era bastante luminoso, con una separación generosa entre aquellos troncos no demasiado gruesos entre los que había zonas de pequeñas hierbas y arbustos, de colores cada vez más intensos conforme más se adentraba uno en el camino. A punto estaba ya de alcanzar a aquella chica, que seguía su frenético ritmo, cuando se detuvo de repente. Se volteó y miró hacia mí, como si hasta ese preciso momento no se hubiera percatado de que iba detrás suya, y me habló con un tono y una expresión de enfado notable: «¿Por qué me sigues?, deja de hacerlo, lo atraerás hacia mí». Luego volvió a ponerse en marcha retomando su carrera, perdiéndola ya de vista al quedarme allí parado sin intenciones ya de seguirla. A partir de aquel punto el empedrado giraba hacia la izquierda y ascendía en una pequeña cuesta.

Miré hacia la derecha y un pequeño claro en el bosque justo al borde del camino daba a una enorme y casi interminable planicie de hierbas muy altas de color amarillo, similares a un campo de trigo, que terminaba, muy a lo lejos, en un mar azul bajo un cielo de verano.

Acongojado con intensos sentimientos de soledad y cierto abandono, decidí continuar desviándome en aquel mismo punto, internándome en aquel campo. Fue en ese momento cuando me tocó despertar.

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