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Donde no se marchitan los árboles

Hace tanto que perdió la cuenta,
de las millas recorridas,
sobre el frío amanecer,
que pavimenta la desdicha.
 
Del rastreo de lo invisible,
en cada curva indefinida,
tras lo nunca evidente,
en lo que de ella él creía.
 
E intentó adelantar,
en cada recta infinita,
esas dudas que susurraban,
que ella a él no le quería.

Mientras la sangre acelerada,
cada vez que la veía,
sació la sed de un desierto,
que por siempre florecería.
 
Dando los frutos a su alma,
de cuyo sabor aprendería,
que amar en ocasiones,
es también morir en vida.

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