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Crónicas de Aodren: El retorno de Ceneo (III)

Sintió su interior a punto de desmoronarse en miles de pedazos como un viejo templo de erosionadas columnas durante un intenso terremoto. La mente se le nubló invadida por pensamientos que no quería escuchar. Los párpados le pesaban tanto que no pudo evitar caer paulatinamente en un estado de somnolencia hasta que un crujido seco e intenso muy cercano frente a él penetró en sus oídos cortando el presente como la hoja de una espada recién afilada en la carne de un desdichado. Volvió a la no menos extraña vigilia.


Allí se alzaba un hombre de edad y estatura medias. Ojos ligeramente rasgados, de cabello tan corto que parecía casi estar desprovisto de él de no ser por una ligera sombra, portador de una fría e inexpresiva mirada mientras se acariciaba una cuidada barba no demasiado poblada con su mano izquierda. El estar ataviado con unas prendas ligeras de cuero y tela a modo de túnica, unido a una complexión no demasiado corpulenta, le daban un aire de cierta fragilidad. Un aire engañoso para cualquiera que fuera lo suficientemente ingenuo como para subestimarle.

El aparecido levantó con su otra mano un bastón que tenía adelantado, el cual sujetaba firmemente clavado en la tierra entre un puñado de hojas y ramas secas dejando salir con ello pequeños crujidos. Despejó cualquier duda de que la interrupción del trance del guerrero hubiera sido intencionada. El bastón pasó a estar sujeto con la misma firmeza tras su espalda dejando ver que le sobrepasaba su propia estatura holgadamente, dejando claro que su finalidad era más como arma que como típico complemento de apoyo para alguien con problemas a la hora de andar.

—Mírate, estás en un estado lamentable —habló el enigmático visitante.
—¿Le conozco?
—No, pero yo a ti sí. Mi nombre es Bodhisattva —se inclinó ligeramente a modo de saludo.

El telón de la noche ya estaba casi encima. La brisa de aire templado que anteriormente había paseado por su cuerpo se había ido convirtiendo en un frío viento de gélido abrazo. Instintivamente dirigió su mirada hacia donde había dejado la coraza para equiparse de nuevo, lo que le hizo percatarse de una desagradable sorpresa, dicha pieza de armadura ya no estaba allí, había desaparecido. Poco tiempo bastó para darse cuenta de que lo mismo le deparó a sus dos armas mayores, el tronco del árbol lucía desnudo sin el hacha que había dejado allí apoyada en su tronco y la espada larga ya no estaba en su mano. «¿Cómo ha podido desaparecer sin que lo notase?», se preguntó atónito sobre esta última.
La reacción no se hizo esperar, se incorporó rápidamente mientras con su brazo izquierdo recuperó y sostuvo con firmeza el escudo (que curiosamente sí seguía en su sitio) apuntando con él al frente cubriéndose el pecho desnudo adoptando con ello una posición defensiva ante un visitante que ya había dejado de parecerle amigable. Notó su cuerpo enormemente entumecido a causa del frío que le estaba atenazando desde no supo cuánto y su mente aún no se encontraba despejada, tuvo claro que si tenía que entrar en combate contra aquel hombre tendría las de perder.

Descendió lentamente de la superficie rocosa hacia atrás dejando el sólido montículo entre ellos, procuró esperar el primer paso del posible atacante afianzando sus pies en la tierra levantando pequeñas nubecillas de polvo con ello. Pasaron unos instantes eternos entre aullidos de viento donde no hubo movimiento alguno por parte de ambos. Bodhishattva, sin inmutar su expresión, habló.

Yo que tú me volvería con eso hacia el otro lado —dijo, apuntando con el bastón hacia la espalda del guerrero.

Ceneo miró por encima de su hombro derecho para percatarse de una figura humanoide, difusa y oscura que se acercaba hacia él. Agudizó la vista a través de la visera del yelmo para ver qué se le venía encima, más allá de unos pocos metros todo aparecía igualmente envuelto en una extraña nubosidad que emborronaba todo. Temiendo encontrarse entre dos frentes, confió en que el montículo de rocas le daría un mínimo de tiempo de reacción y protección en caso de que Bodhisattva intentara algo y se dio la vuelta para afrontar lo desconocido y valorar mejor la situación.

Aquella sombra fue ganando nitidez conforme avanzaba, la cual dejó ver estar provista de un par de cuernos que salían de su cabeza. El viento se volvió algo más fuerte, y la negrura que la recubría se desvaneció cuando se encontró a unos pocos metros de distancia como hojas muertas arrancadas por una fuerte corriente. Los ojos del guerrero se abrieron enormemente humedecidos por el efecto del frío aire, mientras una expresión mezcla de horror y sorpresa se ocultaba tras el acero que cubría su rostro.

Los cuernos sobresalían de un yelmo, uno igual que el suyo, y bajo él se mostró un hombre de su misma estatura, complexión y equipo. Era una copia exacta de sí mismo, solo que éste no portaba escudo sino la misma gran espada que se había desvanecido de su mano momentos antes. Ceneo se sintió por un instante el contemplarse en un espejo cuya imagen había cobrado vida. Echó un rápido vistazo hacia atrás para volver a seguirle la pista a Bodhisattva pero todos los intentos fueron inútiles, se había desvanecido.

¿¡Qué clase de brujería es esta?! —gritó volviendo la mirada al frente sin tardar en decidir que había llegado el momento de actuar. 

Echó su mano libre a la espalda confiando en que no habría desaparecido la carta que reservaba para el último instante y desenvainó con alivio y extrema rapidez una daga de acero midiano, una fiel compañera en momentos de necesidad. Cargó con firmeza dispuesto a despachar con presteza fuera lo que fuera lo que se levantaba ante él.

El plan era sencillo, cargando con el escudo levantado a media altura derribaría a su contrincante antes de que este pudiera terminar un movimiento con su arma a dos manos al encontrarse tan cerca, o bien si llegara a conseguirlo, desviaría la estocada o el tajo correspondiente. Para ambos casos el siguiente movimiento sería el mismo, buscar con la daga su costado y perforarlo para luego pasar a la yugular en cuanto su postura inevitablemente se retorciera de dolor.

Un rugido de guerra salió de su garganta al acelerar el paso para entrar más rápido en calor. Ya estaba a su altura y apenas podía ver de nuevo, procuró protegerse parcialmente la vista del rabioso viento con el escudo lo suficiente como para analizar los movimientos de su contrincante. Previéndolo satisfactoriamente la espada ya se dirigía hacia él después de haber sido alzada a una velocidad que habría resultado imposible para cualquiera. Colocó su defensa acorde al tajo desde arriba arrodillándose ligeramente para amortiguar el impacto mientras su brazo derecho iniciaba lo que debía ser la jugada final.

Se extrañó al no sentir impacto alguno, pero no se detuvo. Una extrañeza que pasaría a sorpresa al notar como la daga traspasaba a su oponente sin esfuerzo alguno, ocurriendo lo mismo con el segundo ataque ejecutado al instante. A continuación se separó unos metros hacia atrás con unos ágiles pasos esperando ver sangrar a su enemigo, pero éste estaba impasible. «¿Cómo he podido fallar...?», se preguntó. Cargó de nuevo con la misma fuerza yendo esta vez directo al abdomen solo para obtener el mismo resultado, la figura ni siquiera pareció acometer movimiento alguno en esta ocasión.

Gritó de desesperación tras emitir varias maldiciones. Con cada intento de asalto la efigie de su contrincante se volvía más difusa y oscura a excepción del yelmo, perdiendo nitidez e incluso forma y aumentado su tamaño. Cada vez que intentaba alejarse tras los ataques le parecía que le costaba más y más mantener la distancia. No le bastó mucho tiempo para darse cuenta de que el cansancio iría haciendo mella en él hasta acabar engullido por aquella fuente de oscuridad.

De repente la voz de Bodhisattva se dejó oír, pero no se molestó en buscar de dónde provenía pues le pareció que llegaba de todas partes.

Has vivido durante tu exilio entre los pueblos bárbaros más fuertes entrenando tu arte marcial más allá de límites insospechados, has sobrevivido a las inclemencias del tiempo más extremo y te has enfrentado a bestias para las cuales aún no existe nombre. Pero dime, tu maduración espiritual, ¿la has cuidado lo suficiente?, ¿pensaste acaso que el fragor del combate, la adrenalina del enfrentamiento y el sufrimiento físico te conseguirían evadir lo suficiente hasta que desapareciera lo que realmente te aflige?

Ceneo por un momento pensó que esas palabras no provenían de Bodhisattva, sino de su propio interior. Sin apartar la vista de lo que creía su enemigo, pudo contemplar como se quitaba el yelmo para revelar un rostro con las cuencas de los ojos vacías entre aquella masa de oscuridad. Un rostro conocido, el rostro de un viejo compañero al cual, junto a otros, hubo asesinado en un torbellino de rabia y furia.

Algunos lo llamarían justicia, otros venganza, pero para la mayoría fue un ataque sanguinario y criminal propio del asesino más despiadado. Formaba parte junto a ellos de una unidad militar cuyo deber era mantener el orden y la protección de los desvalidos e indefensos en zonas de guerra.

Se sintió traicionado al ver las barbaridades cometidas por parte de sus compañeros de armas, a quienes consideraba como hermanos, hacia personas inocentes de toda condición, especialmente mujeres y niños. Los rostros de sorpresa justo antes de morir de horrible forma bajo sus propias manos de cada uno de los que participaron en aquello es algo que no olvida jamás, pero no es algo que realmente le atormente como el sentimiento de la traición al ver como el resto de camaradas decidieron mirar hacia otro lado sin testificar lo que allí ocurrió, el no haber actuado antes para salvar a más vidas sentenciadas de forma tan injusta junto a la rotura en pedazos de su visión del mundo y de los demás.

Nunca volvió a ser el mismo. Acabó siendo perseguido como un perro por los suyos, su escape para evitar caer prisionero le llevó por tierras inhóspitas volviéndolo prácticamente lo que suelen llamar un bárbaro, un hombre salvaje. El exilio le hizo liberarse de sus cadenas pero no de sus cicatrices, le llevó a calmar su personalidad pero no su temperamento.

¿En qué te has convertido durante todo este tiempo? —habló Bodhisattva.
En lo que otros han hecho de mí.
Las heridas de la mente y el espíritu provocan monstruos, Ceneo, y tus heridas son muy profundas. ¿Qué crees que es, acaso, lo que tienes ante ti? Con seguridad no hay nada más que el objetivo del momento presente. La vida de un hombre es una sucesión de momentos tras momentos. Si comprendes el momento presente, no tendrás nada más que hacer ni nada más que perseguir.

Relajó sus brazos dejando caer el escudo y la daga en un gesto de sumisión. Cualquier persona normal habría perdido ya el juicio, cualquiera menos él.

Nuestro cuerpo recibe la vida de la nada. Existir donde no hay nada le da sentido a la frase "la forma es el vacío". Que todas las cosas provienen de la nada le da sentido a la frase "el vacío es la forma". No hay que pensar que esto sean dos cosas distintas.

Las palabras de Bodhisattva resonaron en él una última vez más. Cerró sus puños con rabia y determinación lanzándose a pecho desnudo ante aquella oscuridad que ya amenazaba con rodearle, buscando el centro de la misma, el corazón de lo que momentos antes fuera una silueta humana difusa. Su cuerpo atravesó la negrura hasta fundirse con ella. Sintió como le quemaba la piel, los músculos, sus entrañas, hasta su propia alma comenzó a arder. Un remolino de viento agitó con violencia aquella amalgama de sombras, recuerdos y gritos de dolor.

El tiempo perdió su significado. El sol abría sus ojos mientras la figura de un hombre se levantaba de una enormemente removida tierra, despuntando por los hombros mordidos de las lejanas montañas hasta arrebujarse en sus crestas. El día adquiría nostalgia de noche, y ésta guardaría las llaves del secreto de lo que allí hubo acontecido.

Ceneo había retornado.

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