Sintió su interior a punto de desmoronarse en miles de pedazos como un viejo templo de erosionadas columnas durante un intenso terremoto. La mente se le nubló invadida por pensamientos que no quería escuchar. Los párpados le pesaban tanto que no pudo evitar caer paulatinamente en un estado de somnolencia hasta que un crujido seco e intenso muy cercano frente a él penetró en sus oídos cortando el presente como la hoja de una espada recién afilada en la carne de un desdichado. Volvió a la no menos extraña vigilia.
Allí
se alzaba un hombre de edad y estatura medias. Ojos ligeramente
rasgados, de cabello tan corto que parecía casi estar desprovisto de
él de no ser por una ligera sombra, portador de una fría e
inexpresiva mirada mientras se acariciaba una cuidada barba no
demasiado poblada con su mano izquierda. El estar ataviado con unas
prendas ligeras de cuero y tela a modo de túnica, unido a una
complexión no demasiado corpulenta, le daban un aire de cierta
fragilidad. Un aire engañoso para cualquiera que fuera lo
suficientemente ingenuo como para subestimarle.
El
aparecido levantó con su otra mano un bastón que tenía adelantado,
el cual sujetaba firmemente clavado en la tierra entre un puñado de
hojas y ramas secas dejando salir con ello pequeños crujidos.
Despejó cualquier duda de que la interrupción del trance del
guerrero hubiera sido intencionada. El bastón pasó a estar sujeto
con la misma firmeza tras su espalda dejando ver que le sobrepasaba
su propia estatura holgadamente, dejando claro que su finalidad era
más como arma que como típico complemento de apoyo para alguien con
problemas a la hora de andar.
—Mírate,
estás en un estado lamentable —habló el enigmático visitante.
—¿Le
conozco?
—No,
pero yo a ti sí. Mi nombre es Bodhisattva —se inclinó ligeramente
a modo de saludo.
El
telón de la noche ya estaba casi encima. La brisa de aire templado
que anteriormente había paseado por su cuerpo se había ido
convirtiendo en un frío viento de gélido abrazo. Instintivamente
dirigió su mirada hacia donde había dejado la coraza para equiparse
de nuevo, lo que le hizo percatarse de una desagradable sorpresa, dicha pieza de armadura ya no estaba allí, había desaparecido. Poco
tiempo bastó para darse cuenta de que lo mismo le deparó a sus dos
armas mayores, el tronco del árbol lucía desnudo sin el hacha que
había dejado allí apoyada en su tronco y la espada larga ya no
estaba en su mano. «¿Cómo ha podido desaparecer sin que lo
notase?», se preguntó atónito sobre esta última.
La
reacción no se hizo esperar, se incorporó rápidamente mientras con
su brazo izquierdo recuperó y sostuvo con firmeza el escudo (que
curiosamente sí seguía en su sitio) apuntando con él al frente
cubriéndose el pecho desnudo adoptando con ello una posición
defensiva ante un visitante que ya había dejado de parecerle
amigable. Notó su cuerpo enormemente entumecido a causa del frío
que le estaba atenazando desde no supo cuánto y su mente aún no se
encontraba despejada, tuvo claro que si tenía que entrar en combate
contra aquel hombre tendría las de perder.
Descendió
lentamente de la superficie rocosa hacia atrás dejando el sólido
montículo entre ellos, procuró esperar el primer paso del posible
atacante afianzando sus pies en la tierra levantando pequeñas nubecillas de polvo con ello. Pasaron unos instantes
eternos entre aullidos de viento donde no hubo movimiento alguno por
parte de ambos. Bodhishattva, sin inmutar su expresión, habló.
—Yo
que tú me volvería con eso hacia el otro lado —dijo, apuntando
con el bastón hacia la espalda del guerrero.
Ceneo
miró por encima de su hombro derecho para percatarse de una figura
humanoide, difusa y oscura que se acercaba hacia él. Agudizó la
vista a través de la visera del yelmo para ver qué se le venía
encima, más allá de unos pocos metros todo aparecía igualmente
envuelto en una extraña nubosidad que emborronaba todo. Temiendo
encontrarse entre dos frentes, confió en que el montículo de rocas
le daría un mínimo de tiempo de reacción y protección en caso de
que Bodhisattva intentara algo y se dio la vuelta para afrontar lo
desconocido y valorar mejor la situación.
Aquella
sombra fue ganando nitidez conforme avanzaba, la cual dejó ver estar
provista de un par de cuernos que salían de su cabeza. El viento se
volvió algo más fuerte, y la negrura que la recubría se desvaneció
cuando se encontró a unos pocos metros de distancia como hojas
muertas arrancadas por una fuerte corriente. Los ojos del guerrero se
abrieron enormemente humedecidos por el efecto del frío aire,
mientras una expresión mezcla de horror y sorpresa se ocultaba tras
el acero que cubría su rostro.
Los
cuernos sobresalían de un yelmo, uno igual que el suyo, y bajo él
se mostró un hombre de su misma estatura, complexión y equipo. Era
una copia exacta de sí mismo, solo que éste no portaba escudo sino
la misma gran espada que se había desvanecido de su mano momentos
antes. Ceneo se sintió por un instante el contemplarse en un espejo
cuya imagen había cobrado vida. Echó un rápido vistazo hacia atrás
para volver a seguirle la pista a Bodhisattva pero todos los intentos
fueron inútiles, se había desvanecido.
—¿¡Qué
clase de brujería es esta?! —gritó volviendo la mirada al frente sin tardar en decidir
que había llegado el momento de actuar.
Echó su mano libre a la
espalda confiando en que no habría desaparecido la carta que
reservaba para el último instante y desenvainó con alivio y extrema
rapidez una daga de acero midiano, una fiel compañera en momentos de
necesidad. Cargó con firmeza dispuesto a despachar con presteza
fuera lo que fuera lo que se levantaba ante él.
El
plan era sencillo, cargando con el escudo levantado a media altura
derribaría a su contrincante antes de que este pudiera terminar un
movimiento con su arma a dos manos al encontrarse tan cerca, o bien
si llegara a conseguirlo, desviaría la estocada o el tajo
correspondiente. Para ambos casos el siguiente movimiento sería el
mismo, buscar con la daga su costado y perforarlo para luego pasar a
la yugular en cuanto su postura inevitablemente se retorciera de
dolor.
Un
rugido de guerra salió de su garganta al acelerar el paso para
entrar más rápido en calor. Ya estaba a su altura y apenas podía
ver de nuevo, procuró protegerse parcialmente la vista del rabioso
viento con el escudo lo suficiente como para analizar los movimientos
de su contrincante. Previéndolo satisfactoriamente la espada ya se
dirigía hacia él después de haber sido alzada a una velocidad que
habría resultado imposible para cualquiera. Colocó su defensa
acorde al tajo desde arriba arrodillándose ligeramente para
amortiguar el impacto mientras su brazo derecho iniciaba lo que debía
ser la jugada final.
Se
extrañó al no sentir impacto alguno, pero no se detuvo. Una
extrañeza que pasaría a sorpresa al notar como la daga traspasaba a
su oponente sin esfuerzo alguno, ocurriendo lo mismo con el segundo
ataque ejecutado al instante. A continuación se separó unos metros
hacia atrás con unos ágiles pasos esperando ver sangrar a su
enemigo, pero éste estaba impasible. «¿Cómo he podido
fallar...?», se preguntó. Cargó de nuevo con la misma fuerza
yendo esta vez directo al abdomen solo para obtener el mismo
resultado, la figura ni siquiera pareció acometer movimiento alguno
en esta ocasión.
Gritó
de desesperación tras emitir varias maldiciones. Con cada intento de
asalto la efigie de su contrincante se volvía más difusa y oscura a
excepción del yelmo, perdiendo nitidez e incluso forma y aumentado
su tamaño. Cada vez que intentaba alejarse tras los ataques le
parecía que le costaba más y más mantener la distancia. No le
bastó mucho tiempo para darse cuenta de que el cansancio iría
haciendo mella en él hasta acabar engullido por aquella fuente de
oscuridad.
De
repente la voz de Bodhisattva se dejó oír, pero no se molestó en
buscar de dónde provenía pues le pareció que llegaba de todas
partes.
—Has
vivido durante tu exilio entre los pueblos bárbaros más fuertes
entrenando tu arte marcial más allá de límites insospechados, has
sobrevivido a las inclemencias del tiempo más extremo y te has
enfrentado a bestias para las cuales aún no existe nombre. Pero
dime, tu maduración espiritual, ¿la has cuidado lo suficiente?,
¿pensaste acaso que el fragor del combate, la adrenalina del
enfrentamiento y el sufrimiento físico te conseguirían evadir lo
suficiente hasta que desapareciera lo que realmente te aflige?
Ceneo
por un momento pensó que esas palabras no provenían de Bodhisattva,
sino de su propio interior. Sin apartar la vista de lo que creía su
enemigo, pudo contemplar como se quitaba el yelmo para revelar un
rostro con las cuencas de los ojos vacías entre aquella masa de
oscuridad. Un rostro conocido, el rostro de un viejo compañero al
cual, junto a otros, hubo asesinado en un torbellino de rabia y furia.
Algunos
lo llamarían justicia, otros venganza, pero para la mayoría fue un
ataque sanguinario y criminal propio del asesino más despiadado.
Formaba parte junto a ellos de una unidad militar cuyo deber era
mantener el orden y la protección de los desvalidos e indefensos en
zonas de guerra.
Se
sintió traicionado al ver las barbaridades cometidas por parte de
sus compañeros de armas, a quienes consideraba como hermanos, hacia
personas inocentes de toda condición, especialmente mujeres y niños.
Los rostros de sorpresa justo antes de morir de horrible forma bajo
sus propias manos de cada uno de los que participaron en aquello es
algo que no olvida jamás, pero no es algo que realmente le atormente
como el sentimiento de la traición al ver como el resto de camaradas
decidieron mirar hacia otro lado sin testificar lo que allí ocurrió,
el no haber actuado antes para salvar a más vidas sentenciadas de
forma tan injusta junto a la rotura en pedazos de su visión del
mundo y de los demás.
Nunca
volvió a ser el mismo. Acabó siendo perseguido como un perro por
los suyos, su escape para evitar caer prisionero le llevó por
tierras inhóspitas volviéndolo prácticamente lo que suelen llamar
un bárbaro, un hombre salvaje. El exilio le hizo liberarse de sus
cadenas pero no de sus cicatrices, le llevó a calmar su personalidad
pero no su temperamento.
—¿En
qué te has convertido durante todo este tiempo? —habló
Bodhisattva.
—En
lo que otros han hecho de mí.
—Las
heridas de la mente y el espíritu provocan monstruos, Ceneo, y tus
heridas son muy profundas. ¿Qué crees que es, acaso, lo que tienes
ante ti? Con seguridad no hay nada más que el objetivo del momento
presente. La vida de un hombre es una sucesión de momentos tras
momentos. Si comprendes el momento presente, no tendrás nada más
que hacer ni nada más que perseguir.
Relajó
sus brazos dejando caer el escudo y la daga en un gesto de sumisión.
Cualquier persona normal habría perdido ya el juicio, cualquiera
menos él.
—Nuestro
cuerpo recibe la vida de la nada. Existir donde no hay nada le da
sentido a la frase "la forma es el vacío". Que todas las
cosas provienen de la nada le da sentido a la frase "el vacío
es la forma". No hay que pensar que esto sean dos cosas
distintas.
Las
palabras de Bodhisattva resonaron en él una última vez más. Cerró
sus puños con rabia y determinación lanzándose a pecho desnudo
ante aquella oscuridad que ya amenazaba con rodearle, buscando
el centro de la misma, el corazón de lo que momentos antes fuera una
silueta humana difusa. Su cuerpo atravesó la negrura hasta fundirse
con ella. Sintió como le quemaba la piel, los músculos, sus
entrañas, hasta su propia alma comenzó a arder. Un remolino de
viento agitó con violencia aquella amalgama de sombras, recuerdos y
gritos de dolor.
El
tiempo perdió su significado. El sol abría sus ojos mientras la
figura de un hombre se levantaba de una enormemente removida tierra,
despuntando por los hombros mordidos de las lejanas montañas hasta
arrebujarse en sus crestas. El día adquiría nostalgia de noche, y
ésta guardaría las llaves del secreto de lo que allí hubo
acontecido.
Ceneo
había retornado.
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