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Crónicas de Aodren: La Colina del Silencio

Por qué dormir esta noche, se había preguntado. Acompañada del suave tacto en su cuerpo del pijama, sus pequeños pies descalzos llegaron un poco más allá de la puerta, ahora abierta, sintiendo un punzante escalofrío recorrer su espalda debido al frescor de diminutos brotes de hierba que amortiguaban sus pasos. El aroma al rocío de la madrugada llenaba el ambiente y no tardó en conquistar sus pulmones, y el escalofrío pasó a recorrer en ese momento cada centímetro de su cuerpo. Qué sensación más agradable, pensó.
Continuó sus pasos lentamente, cabizbaja, mientras la humedad empezaba a poblar su largo, liso y castaño cabello, el cual cubría parte de su mirada. Ningún sonido llegó a sus oídos a excepción de una suave brisa, fría como el hielo, que atacaba su rostro con dureza. Y nada más habría escuchado, pues todo el mundo aún dormía y los animales apenas a desperezarse habían comenzado. Ojalá fuera diferente, calló.

Sumida en su pensamiento avanzó, la hierba se hizo más áspera y gruesa comenzando a molestar unos piececillos que no vacilaban en su cometido de dejar atrás la falsa sensación de cobijo y seguridad. O al menos es lo que ella creía.

Como si de un trueno en una silenciosa noche se tratara, irrumpió en su mente de forma repentina el canto de un ave no demasiado lejana. Salió del momentáneo trance, dándose cuenta de que todo a su alrededor estaba tomando tonalidades más claras. Se paró. Alzó la cabeza, dejando ver dos iris casi doradas que forjaban una inocente e intensa mirada.


Estaba a punto de amanecer, y frente a ella ya se alzaba la colina. Siguió observando a lo alto, mientras los mechones de pelo se deslizaban descubriendo un bello y dulce rostro.

Echó a correr. Se echó a la carrera con todas sus fuerzas, sin percatarse de los sonidos de pasos que habían comenzado a dirigirse hacia ella unos metros atrás. Pasos agitados, nerviosos, pesados, no tan delicados como los suyos, aplastando en su camino las flores que con tanto cuidado había evitado pisar ella.

Y corrió colina arriba. Corrió mientras era bañada por capas cada vez más intensas de un color dorado similar al de sus ojos. A su espalda los otros pasos también corrían ahora, junto a un cúmulo de voces algo distorsionadas que gritaban su nombre al viento, sonidos que eran sentidos cada vez más cerca. Apretó el paso dificultada por la pendiente del terreno cada vez más elevada, mientras unas pequeñas lágrimas a recorrer sus mejillas ya comenzaban. Ya no escuchó más la brisa, ni sus propias pisadas, solo su respiración agitada. Unos pulmones bombeantes que parecían buscar el último aliento para un cuerpo al límite de sus fuerzas.

Las propias hierbas y matorrales, antes amables con sus pies, parecían ahora querer retenerla. Pequeños arañazos habían hecho acto de presencia, incluyendo en sus delicados brazos y manos, dando testimonio de una desmedida desesperación. Ya estaban demasiado cerca, podían atraparla en cualquier momento.

Un pequeño traspiés, una roca en el lugar equivocado, una pisada mal escogida. Algo agarró su pierna izquierda, o lo intentó. Salió de ella un grito desgarrador, casi animal, propio de una bestia salvaje. Evitó mirar hacia atrás superponiéndose al miedo de una forma que jamás habría creído capaz. Algo le decía que si miraba, jamás podría continuar.

Solo unos pasos más, ya apenas podía ver. Todo era un brillo intenso que transportaba un calor que quemaba su más profundo ser, extremadamente difícil de soportar. Pero más lo era lo que dejaba atrás.

No pudo darse cuenta de nada más. Ardió, prendió en llamas apenas visibles, fundidas por el intenso brillo de un amanecer, uno muy particular. Era el primero que veía. Y el último.

No tardó en aparecer una espesa niebla desde los límites del horizonte, arrastrándose desde los bordes de lo visible, distorsionando todo cuanto cubría hasta hacerlo desaparecer. Como si de un cuadro siendo quemado lentamente se tratase. Fundiéndose los colores, mezclándose, rostros retorcidos, entidades fantasmales de ojos vacíos y bocas abiertas gritando en silencio...

No, no, eso no estaba antes. Traspasaban la niebla, llegaban más allá, ¿qué querían?, ¿quiénes eran? Una barrera invisible los detuvo. Gritaron más fuerte, o eso pareció al verse sus bocas más abiertas aún, porque ningún sonido salió de sus gargantas si es que tenían alguna. Se retorcieron en espasmos de locura.

Tras la barrera invisible había un muro de cristal, el cual era parte de una enorme esfera que cubría toda la visión presente. Tras la esfera, otro mundo, otras figuras, otros ojos...

(ilustración por Anna Steinbauer)

—¡Hermana!, ¿estás bien?

El cuerpo casi inerte de la joven mujer que observaba instantes antes con asombro la bola de cristal empezó a caer de espaldas. El hombre que la acompañaba fue rápido y la sujetó a tiempo antes de que llegara al suelo. Su rostro estaba parcialmente desencajado.

—¡Lizbeth, háblame!

La chica solo supo responder entre balbuceos. Guardó silencio, su mente se arrastraba hacia un pozo de vacío, pero sacó fuerzas para sujetarse a la realidad y detener la caída hacia una demencia indescriptible, al menos por el momento.

—Las ánimas han intentado alcanzarme de nuevo, apenas me han quedado fuerzas para salir esta vez...
—Te lo había advertido, no debí permitir que lo volvieras a hacer.
—Era importante, era necesario. Te pedí que confiaras en mí.

Se miraron unos instantes en los que solo fluyó silencio, pero sus ojos hablaban por si mismos. "Jamás dejaré que te ocurra nada", decían los de él. "Jamás te dejaré solo", decían los de ella.

—Dime qué has visto.
—He visto a la niña —comenzó a decir mientras se reincorporaba y apartaba lentamente el largo cabello negro de la mitad derecha de su rostro—. Corrió colina arriba en pleno amanecer, buscó su muerte al igual que los otros.

Un fuerte grito de rabia resonó por toda la habitación, haciendo que incluso las llamas de las velas que alumbraban en la penumbra danzaran levemente pareciendo reaccionar a alguna descarga de energía en el ambiente.

—¡Hermano, cálmate! -gritó ella en vano.

Continuó hablando mientras recogía su oscuro pelo en una coleta, abría un viejo baúl desde uno de los rincones del cuarto y ajustaba varias armas a su cinto. Una espada larga, una vara, unas pocas pócimas de contenido desconocido...

—Debo ir allí antes de reunirme con los demás.
—No podré acompañaros en mi estado.
—Lo sé, procura descansar.

El crujido del suelo de madera tras los pasos de él acompañó al violento rugir del viento tras las ventanas. Se fundieron en un abrazo. Hilos de lágrimas recorrieron las mejillas de ella mientras le susurraba al oído.

—Ya sabes quién era esa niña y lo que su marcha significa. Los muertos volverán para vengarse. Ten cuidado, Aodren.

Se miraron por última vez. Él no dijo nada, no hizo falta. Partió hacia la puerta mezclándose con las sombras hasta desaparecer, al igual que el sonido de sus pasos diluyéndose con el de la lluvia ahora reinante.

El brujo, el hechicero, el hijo de la medianoche volvía al camino. Pero al montar y marchar en su caballo no se percató de una pequeña figura que estaba no muy lejos de allí oculta entre unos árboles, que aprovechando su partida se dirigió hacia la casa. Una figura de baja estatura más oscura que la propia noche, de cortas piernas y delicados brazos, que corrió de forma extraña. Dos pequeños destellos dorados a la altura de sus ojos parpadearon levemente.

Una figura que recordaba a la de una niña pequeña.


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